El objetivo de estas notas es doble: por una parte, ofrecer un retrato de las grandes líneas de fuerza que definen la coyuntura política actual, recordando siempre aquellas palabras de Lenin que definen a la política como la “economía concentrada.” Por la otra, explorar los senderos que se bifurcan y sus potencialidades. Uno de ellos es el de las reformas estructurales; el otro, es el del continuismo, a veces enaltecido con la confusa expresión oficial de “profundizar el modelo.”
Kirchnerismo y economía capitalista
Al examinar estas alternativas no escapan a nuestro análisis las limitaciones ideológicas del kirchnerismo, sintetizadas magistralmente en el reproche que la presidenta Cristina Fernández hiciera a sus colegas reunidos en el G-20 para que acabaran con el “anarco-capitalismo” y promovieran un “capitalismo serio”, algo que para los oídos de Obama, Merkel, Sarkozy, Cameron, Berlusconi y otros de su ralea debió sonar como un enternecedor cuento de niños mientras socarronamente se miraban y decían entre sí: “Qué, ¿acaso no es serio este capitalismo que nos sostiene en el poder y al cual salvamos de sus trapisondas financieras transfiriéndole billones de dólares?”
Por lo tanto, es innecesario aclarar, que cualquier propuesta de avanzar por el sendero de las reformas generará una enconada resistencia. Primero, al interior mismo del gobierno y, más ampliamente, de la coalición kirchnerista, porque no todos sus integrantes muestran el mismo grado de entusiasmo por encarar reformas de fondo en la economía argentina; segundo, obvio, en la clase dominante. El kirchnerismo pudo avanzar en su celo innovador en temas predominantemente “blandos”, entendiendo por éstos los que no afectan centralmente al proceso de acumulación capitalista o las ganancias de la burguesía. Y cuando sí lo hizo, como en el caso de la quita de los bonos de la deuda, se trenzó en una feroz batalla con el capital financiero internacional y sus aliados locales, … ¡y venció! De lo cual se extrae la siguiente lección: por más que el veto o las amenazas “destituyentes” de la clase dominante sean muy impresionantes, si un gobierno como éste mantiene firme el rumbo de una decisión y construye fuerza social para apuntalarla no habrá clase dominante ni “factores de poder” capaces de quebrar su mano.
De ahí la ingenuidad de suponer que se puede “gobernar bien” la Argentina –atacando su lacerante injusticia social y removiendo los pesados legados de “los noventa” que, pese a la retórica oficial, aún nos abruman- sin despertar la furia de los beneficiarios del orden actual. El sueño de un gobierno que construya justicia e igualdad en medio de un clima sereno y exento de estridencias y conflictos de todo tipo es sólo eso, un sueño. Además, el país no está aislado sino inserto en un contexto regional sometido a crecientes ataques y presiones por parte de un imperio que no se resigna a contemplar pasivamente su ocaso. Para los diversos sectores de la clase dominante local, que capitalizó en más de un sentido -y privilegiadamente- la bonanza del período iniciado en el 2003, la obsesión restauradora de Washington le brinda un poderoso aliento para renegociar desde mejores posiciones su relación con la Casa Rosada. La ya mencionada postura presidencial ante el “anarco capitalismo”, la exhortación a construir un “capitalismo serio”, la rapidez con que se sancionó y promulgó la nueva legislación antiterrorista (que contrasta con la exasperante lentitud oficial para derogar la Ley de Entidades Financieras en cuyo calce se encuentran las oprobiosas firmas de Videla-Martínez de Hoz), el apoyo irrestricto a la megaminería (¡con foto de Cristina Fernández y el CEO de la Barrick Gold en los “headquarters” de la firma! ) y las petroleras, o la renuencia a instrumentar el precepto constitucional (artículo 14 bis, Constitución de 1994) que establece la participación de los trabajadores en las ganancias de las empresas son claras muestras de este significativo cambio en la relación entre el gobierno y los sectores empresariales reforzada, nos parece, por la conversación privada sostenida entre Barack Obama y CFK, a pedido del primero, en al marco de la reunión del G-20 en Cannes.
Seducidos por las extraordinarias ganancias con que las favoreció “el modelo”, las distintas fracciones burguesas, antaño acérrimas críticas del kirchnerismo, no tardaron en distanciarse de sus representantes políticos y mediáticos para, en un alarde de oportunismo, sellar una redituable tregua con la Casa Rosada. Claro que esto no quiere decir que consideren a CFK como su mejor alternativa. Es claramente una opción sub-óptima y transitoria; desconfían de la presidenta y, mucho más, de las multitudes plebeyas que la exaltan; también dudan de su previsibilidad o su capacidad para disciplinar al multiforme y siempre conflictivo “planeta peronista”. Pero su certero instinto de clase les indica que ninguna otra opción política garantizaría el grado mínimo de orden, gobernabilidad y estabilidad macroeconómica necesarios para asegurar la espléndida rentabilidad de sus emprendimientos. De ahí que lo que caracteriza la relación estado-clase dominante en la Argentina sea su ambivalencia: aceptan a Cristina como un mal menor, pero preferirían alguien más confiable y afín a sus intereses. Como no lo hay, se alinean con la Casa Rosada. Esto diferencia claramente la situación argentina de la que existe en países como Bolivia, Ecuador y Venezuela, en donde la relación estado-clase dominante es de abierta confrontación. Esto explica también la distinta naturaleza de los regímenes políticos existentes en Argentina, Bolivia, Ecuador y Venezuela.
La contrapartida de este nuevo relacionamiento entre burguesía y estado ha sido la resonante ruptura de la clase dominante con sus representantes políticos tradicionales: los partidos de la centro-derecha, o derecha, y los oligopolios mediáticos que ante la crisis de los primeros asumen la función de estado mayor en la defensa del orden amenazado por el “populismo” presidencial. La “traición” -o el repudio- de la clase a sus representantes no constituye un fenómeno novedoso: Marx y Engels lo constataron y analizaron en sus escritos sobre la vida política francesa y alemana en la segunda mitad del siglo diecinueve, y Gramsci hizo lo propio en sus estudios sobre la Italia de la primera posguerra. “Crisis orgánica”, o ruptura del lazo entre “representantes y representados”, decía el italiano, para referirse a situaciones en las cuales la burguesía se “despegaba” de sus representaciones habituales. En sus propias palabras, que no podrían ser más precisas para describir la situación de la Argentina, “los viejos dirigentes intelectuales y morales de la sociedad sienten que les falta el terreno bajo los pies, advierten que sus prédicas se han convertido precisamente en eso, prédicas, o sea, cosas extrañas a la realidad, puras formas sin contenido, larvas sin espíritu; de ahí su desesperación.” [1] Miradas las cosas desde otro ángulo, lo que se observa en la Argentina sería una “deserción” de los representantes políticos de la derecha por su incapacidad de comprender que para la clase dominante primero está la ganancia, segundo la ganancia y tercero la ganancia. Dado que el gobierno ha dado suficientes muestras de respetar esta obsesión de la clase explotadora, asuntos tales como la “calidad institucional”, la libertad de prensa, la separación de poderes, el debido proceso o los procedimientos de la democracia liberal que suscitan la gritería de la partidocracia liberal y los medios hegemónicos son un ruido molesto que perturba la marcha de sus negocios y enturbia sus oportunistas relaciones con el gobierno nacional. La formidable derrota propinada a las diversas expresiones de la derecha -como Duhalde, Carrió, Alfonsín, Redrado, Llambías, de Narváez, entre otros- en las últimas elecciones presidenciales es precisamente un síntoma de esa ruptura, lo cual configura un escenario propicio para avanzar en una agenda de transformaciones sociales toda vez que la correlación de fuerzas puesta de manifiesto en la puja electoral -amén de la que existe en el plano general de la vida política, más allá del terreno restringido del sufragio- le otorga a la Casa Rosada el predominio necesario para imponer su agenda. Sería apenas una exageración decir que, si hablamos de reformas estructurales, la cuestión es ahora o nunca. La incógnita a develar es si la coalición kirchnerista quiere promover las reformas estructurales.
La favorable, pero también transitoria, correlación de fuerzas
Ahora bien: sería ilusorio pensar que un cuadro de este tipo, tan favorable –al menos potencialmente- a una política firme de transformaciones estructurales puede perdurar indefinidamente. Si existe una voluntad reformista en el gobierno tiene que actuar sin más dilaciones. En otras oportunidades nos hemos referido al carácter ya no líquido (como diría Zygmunt Bauman) sino “gaseoso” de la política argentina. Los líquidos se mueven y recombinan mucho más lentamente que los gases, y por eso éstos ofrecen un modelo mucho más adecuado para graficar la crónica inestabilidad y la vertiginosa velocidad con que cambia la política en la Argentina, se modifica el humor de la ciudadanía, se elevan y caen liderazgos y propuestas políticas, y se redefinen alianzas y coaliciones en donde quienes apenas ayer se enfrentaban encarnizadamente hoy forman parte de un mismo, y también efímero, “espacio político.” El 54 por ciento obtenido por la presidenta Cristina Fernández es un guarismo notable, pero nada autoriza a pensar que se trate de una cifra que pueda resistir impertérrita los embates del tiempo y el desgaste de la lucha de clases, expresión que no es del agrado de CFK pues ella prefiere hablar de “puja distributiva”, lo que en el fondo es lo mismo pero dicho con palabras menos irritativas para el conservador “sentido común” de nuestro tiempo.
Retomando el hilo de nuestra argumentación, pocas semanas después de las elecciones y al momento de la inauguración de su nuevo mandato la presidenta goza de un índice de aprobación social superior al manifestado por el veredicto de las urnas, por encima inclusive del 60 por ciento. Pero como ya fuera dicho, el 2012 se presenta como un año amenazante. En lo internacional: agravamiento de la crisis capitalista internacional, contraofensiva imperial (eliminar a Chávez del tablero político regional, doblegar a la Revolución Cubana, “poner en caja” a Evo Morales y Rafael Correa, apartar a Argentina y Brasil de la influencia chavista, impedir los avances de proyectos como la Unasur y la CELAC, etcétera) estimulada por el “regreso sin gloria” de los marines despachados a Irak y el empantanamiento de las tropas norteamericanas en Afganistán y Paquistán; en el plano nacional, eliminación de subsidios a los consumos de agua, gas y electricidad (medida correcta, a condición de que discrimine finamente entre quienes pueden y quienes no pueden asumir los mayores costos de esos servicios), eventuales aumentos de las tarifas de los mismos, de los impuestos urbanos (ABL en Buenos Aires, por ejemplo) y retraso salarial y de las jubilaciones y pensiones –cuyo monto apenas equivale al 65 % del sueldo mínimo del año 2011- en relación a una inflación que el gobierno se empeña en desconocer al sostener la absurda e ilegal intervención del INDEC. Todo esto, en suma, conforma un cuadro en el cual la popularidad presidencial está sometida a intensas presiones que podrían erosionarla en poco tiempo. Las disputas al interior del PJ y el conflictivo reacomodamiento de la CGT en relación al gobierno ciertamente obrarán en el sentido de agudizar el desgaste de la popularidad presidencial.
La Casa Rosada se enfrenta a un dilema: o avanza en una agenda de reformas estructurales (que no significa “profundizar el modelo”dado que éste, al día de hoy, sigue instalado en el terreno ideológico y económico del neoliberalismo) o se estanca, potenciando la protesta social y pavimentando el camino para la restauración de una “derecha dura”-por cierto que bajo formatos inéditos y liderazgos no tradicionales- que ponga fin a los “excesos populistas” del kirchnerismo y a su política latinoamericanista. Si opta por lo primero CFK podría construir una amplia y más o menos permanente base de apoyo social que la protegería de las inevitables fluctuaciones de la coyuntura y los ataques de sus enemigos. En un contexto global, regional y nacional tan volátil y amenazante como el que hemos sucintamente descrito, persistir en la simple administración del “modelo” y la negativa a encarar un programa de cambios profundos podría tener como resultado el inesperado (o prematuro) agotamiento del experimento kirchnerista basado en la aspiración de lograr el crecimiento económico con inclusión social. Al decir esto, reiteramos, no estamos negando la importancia de los cambios ya producidos por el kirchnerismo en diversos planos. Pero no es menos cierto que, salvo la quita de los bonos de la deuda, hasta ahora ninguno de los demás ha afectado la tasa de ganancia del capital o las propiedades de la burguesía. Pero de lo que se trata ahora es precisamente de eso.
En efecto, en los últimos ocho años la economía argentina creció a tasas chinas, pero pese a las muchas políticas sociales promovidas desde el estado el impacto redistributivo del crecimiento fue relativamente marginal: el índice de polarización económica (ingresos del 10 % más rico en relación al del 10 % más pobre) descendió de 47 a 1, en momentos del estallido de la Convertibilidad, a 25 a 1 en este período. Un logro muy importante, sin duda, pero cuando comenzó nuestra “transición democrática”, a fines de 1983, la relación era de 13 a 1. Es decir que, medido por este indicador, si bien el avance ha sido innegable en la actualidad la Argentina es un país más injusto que hace treinta años atrás. [2] Una evolución similarmente positiva muestra el índice de Gini, que mide la desigualdad: de un valor equivalente a 0.53 en el 2003 se llegó a 0.39 en el 2011. [3] Dato este muy significativo, pero no se puede olvidar que estos cálculos no incluyen al 33.7 por ciento de la población trabajadora que no se encuentra registrada, es decir, que trabaja “en negro”. Si se los tomara en cuenta el valor del índice Gini seguramente sería superior, sobre todo si se repara en la muy lenta evolución del salario real que, desde 2001 a la fecha, apenas mejoró un diez por ciento. [4]
Si bien el INDEC establece que las personas con ingresos por debajo de la línea de la pobreza eran, en el primer semestre del 2011, 10.7 por ciento, otros análisis arrojan un resultado sensiblemente superior, en algunos casos más del doble de la cifra oficial. Coinciden en ello tanto los estudios de Artemio López (Consultora Equis, un equipo muy cercano al kirchnerismo) como los efectuados por Agustín Salvia en el marco del Observatorio de la Deuda Social Argentina /Serie Bicentenario 2010-1016 de la Universidad Católica Argentina y por el también cercano al oficialismo ISEPCi, Instituto de Investigación Social, Económica y Política Ciudadana. En Mayo del 2011 López decía en su blog que “en líneas generales hoy hay consenso en que los niveles de pobreza se ubican en torno al 22% de la población y la indigencia en el 5,5%. Para el ISEPCi la cifra se empina hasta el 24.71 por ciento. [5] Estas estimaciones se tornan bastante más preocupantes si se calcula la proporción de personas con ingresos entre un 10 o 20 por ciento por encima de la espartana línea de pobreza, en cuyo caso muy probablemente llegaríamos a un resultado que bien podría terminar caracterizando como pobres a la mitad de la población del país. De hecho, el sueldo mínimo legal en la Argentina es de $ 2.300 mientras que la canasta básica de alimentos para una familia tipo es de $ 2.531. Mismo si una familia ganara unos $ 3.000 difícilmente estaría situada en una franja de ingresos a salvo del flagelo de la pobreza. En otras palabras: dentro de un modelo que aún hoy se ajusta a las especificaciones más generales del proyecto neoliberal, si no hay crecimiento económico no hay redistribución de ingresos; pero si hay crecimiento, y muy elevado, la redistribución opera con cuentagotas, la riqueza se sigue concentrando y la economía se desnacionaliza, toda vez que la propiedad de las grandes fortunas se extranjeriza a pasos agigantados. El famoso “efecto derrame” de los publicistas neoliberales es un mito. Lo poco que se ha redistribuido en la Argentina en un ciclo de excepcional crecimiento económico ha sido producto de la acción del estado.
El estado y la cuestión tributaria
Suponiendo que demuestre poseer una férrea voluntad de avanzar por el sendero de las reformas de fondo, el gobierno nacional debería resolver el candente tema de la debilidad estructural del estado argentino, postrado por las infames políticas seguidas en los noventas cuyo legado ha sido un aparato estatal desfinanciado, desmantelado y desmoralizado. Es a causa de esta destrucción estatal que la Argentina no puede saber cuánto petróleo o gas exportan Repsol o Petrobrás, porque no existe una agencia del estado nacional con recursos y personal capaces de certificar la veracidad de las “declaraciones juradas” de esas compañías. Si decimos una cifra es porque simplemente damos por buenas las informaciones que ofrecen las empresas. El plan de radarización del espacio aéreo nacional lleva largos años de retraso, y sitúa a este país como un caso aberrante ya no sólo por comparación con el mundo desarrollado sino a lo que ya se ha hecho, hace décadas, en otros países de América Latina. Nuestras pesquerías están siendo arrasadas porque por falta de presupuesto las fuerzas de seguridad no tienen como movilizar sus naves y aviones a fin de proteger la riqueza ictícola del Atlántico Sur. Bajo el rubro de “escombros” las grandes mineras que exportan oro hacen lo propio con minerales estratégicos de incalculable valor, que salen del país sin registro alguno y sin pagar un centavo de impuestos porque tampoco existen oficinas nacionales dotadas de los recursos necesarios para fiscalizar estas operaciones. Las rutas privatizadas funcionan sin ninguna clase de monitoreo o regulación estatal, lo mismo que los privatizados servicios de trenes y subtes, para infinito sufrimiento de los usuarios. La salud pública sigue siendo una tragedia y por más crecimiento económico que haya no logramos bajar nuestra tasa de mortalidad infantil de dos dígitos, penoso recordatorio de la inoperancia del sector público en esta materia. Y no es para nada mejor el panorama en materia de educación, cuyos niveles primarios y secundarios siguen estando en manos de las provincias luego que el menemismo se las arrojara, sin respaldo presupuestario, con el objeto de demostrar al FMI que el gobierno nacional achicaba el gasto público y ponía sus cuentas en orden. El resultado fue catastrófico, y sus lamentables secuelas se sienten todavía hoy. En fin, la lista de estos déficits estructurales en las capacidades del estado argentino sería interminable y no sólo aburriría a los lectores sino que los enfurecería. Va de suyo que ningún programa de reformas podrá funcionar sobre la base de un estado pobre, con un personal desjerarquizado, mal preparado, peor remunerado y desmoralizado. Esta es la deplorable herencia del neoliberalismo, de la cual todavía no nos hemos librado.
Para revertir tamaña destrucción, tarea a la cual hay que abocarse sin más demora y sobre nuevos fundamentos, es imprescindible reconstruir las bases financieras y económicas del estado a partir de una profunda reforma tributaria que acabe con un sistema impositivo que es de los más injustos de América Latina. El ex Secretario de Cultura de Néstor Kirchner y durante una parte del primer mandato de CFK, José Nun, dice textualmente que “Desde mediados del siglo XX hasta la actualidad, la estructura tributaria argentina ha avanzado muy poco en materia de reformas tendientes a mejorar la distribución del ingreso. Por el contrario, gran parte de las medidas adoptadas tuvieron efectos regresivos.” [6] Y algo similar dicen los intelectuales vinculados a Carta Abierta cuando afirman, en un documento aparecido en estos días, que “(E)l sistema impositivo alcanzó en 1974 su pico de equidad del siglo XX, y luego comenzó un ininterrumpido derrumbe que profundizaba constantemente su regresividad. … El régimen impositivo sigue siendo injusto con el 20 por ciento más pobre de la población y reclama una reforma tributaria.” [7] En este sentido no sería una exageración decir que esta, la tributaria, sería “la madre de todas las batallas” y que, por eso mismo, el gobierno debería seleccionarla como el primer frente de avance de su agenda reformista. Entre otras cosas porque logrará un amplio consenso social de inmediato: ¿qué otra cosa puede ser más popular que un gobierno actuando como un Robin Hood, que le quita a los ricos y beneficia a los pobres? Además, sin una adecuada -y progresiva- captación de ingresos por la vía impositiva, combatiendo la evasión y la elusión pero, sobre todo, gravando con fuerza a las grandes fortunas y los grandes ingresos no habrá ninguna posibilidad de llevar adelante reformas estructurales o siquiera de garantizar la irreversibilidad de los módicos logros del período kirchnerista.
En suma: las circunstancias actuales no podrían ser más favorables para el gobierno Una mayoría parlamentaria que le garantiza quórum propio y el control de ambas cámaras, y un alto nivel de aprobación social que respalda la gestión presidencial. Situaciones como éstas son raras y, por eso mismo, efímeras: o se actúa sin más dilaciones, porque no van a perdurar por mucho tiempo; o deberá pagarse un elevadísimo precio por haber desaprovechado la oportunidad. Quienes en las cercanías de la Casa Rosada se abstienen de insistir en la necesidad de encarar sin más demoras este estratégico asunto, temerosos de fastidiar a la presidenta o de someterla a las presiones que sin duda alguna desatará cualquier tentativa de modificar el régimen tributario, ignoran que las tensiones y las presiones serán mucho mayores en ausencia de un proyecto reformista. Con el agravante de que en este escenario “continuista”, o “no-reformista”, aquellas no sólo provendrán desde arriba, desde los sectores burgueses, sino también desde abajo, ante el descontento social que tarde o temprano podría hacer eclosión en un país donde aún con alto crecimiento económico la deuda social sigue impaga.
La ruta reformista
Como recordaba Dantón en la Revolución Francesa, ninguna gran conquista histórica se obtiene sin “audacia, otra vez audacia, siempre audacia." La política en tiempos de cólera como los actuales no es para espíritus vacilantes o manos trémulas. Sin encarar ya mismo una reforma integral de la legislación tributaria el “progresismo” kirchnerista podría degenerar en lo que algunos autores han denominado el “retrogresismo”, una suerte de Termidor de la revolución pero sin que antes hubiera habido una revolución. El camino para salir de este atolladero se inicia con una nueva legislación tributaria que ataque al corazón del neoliberalismo de los noventas, aún presente entre nosotros. Una legislación que grave a las rentas financieras o la transferencia de activos de sociedades anónimas, escandalosamente exentos de todo gravamen con la ley impuesta en el apogeo de la hegemonía neoliberal; que elimine el IVA del 10.5 por ciento para los ítems que constituyen la canasta básica de consumo de los sectores más empobrecidos; que suprima el cobro de impuestos a las “ganancias” de que son objeto ¡los asalariados! y no los capitalistas (o, al menos, elevar el mínimo no imponible a un nivel razonable para que paguen el impuesto a las “ganancias” exclusivamente los sueldos más elevados de los sectores medios); actualizar el mínimo no imponible del impuesto a los “bienes personales” (como casas, departamentos, automotores, etcétera) cuyo nivel hoy representa una vergonzosa regresión … ¡ en relación al que existía en la década del menemismo! [8] Por supuesto, y en íntima relación con este frente de transformaciones de fondo, el gobierno debería derogar sin más trámite la ya mencionada Ley de Entidades Financieras, todavía vigente, y reemplazarla con una nueva legislación que conciba a las actividades financieras como un servicio orientado al desarrollo económico y social. Unido a lo anterior, es fundamental también reformar la Carta Orgánica del Banco Central, elaborada durante la gestión de Domingo Cavallo, inspirada en los más rancios principios del neoliberalismo y que impiden que esa institución pueda ser una palanca que facilite el crecimiento económico y la inclusión social por la vía del empleo. E introducir una nueva normativa por la cual los sueldos de los empleados de la administración pública nacional, provincial y municipal, incluyendo por supuesto las fuerzas armadas, deban ser abonados a través de la banca pública y no como se hace en la actualidad, en donde el grueso de esos emolumentos los procesa, para su beneficio, la banca privada extranjera, situación harto incompatible con un gobierno que se enorgullece en proclamarse como “nacional y popular.”
Dotado de nuevos recursos, producto de una sabia legislación tributaria, el gobierno nacional podría encarar la crucial tarea de reconstruir al estado, algo imposible de realizar si no se cuenta con los dineros suficientes. Por supuesto, con el dinero sólo no basta, pero sin él, sin los recursos que permite movilizar una sólida posición financiera, la tarea de reformar y refundar al estado argentino estará destinada al fracaso. No será ésta la única gran tarea que deberá llevar adelante el gobierno. Quedan muchas otras que no podemos examinar aquí, pero su simple mención da cuenta de la magnitud de la labor que deberá ser emprendida y de la necesidad de contar con un amplio respaldo social, sólo posible en el marco de un reformismo radical: la anulación de la ley anti-terrorista, aprobada recientemente en medio de la repulsa generalizada de los organismos de derechos humanos; la revisión -y en algunos casos anulación- de las privatizaciones; la reforma constitucional para retornar a la jurisdicción nacional los recursos mineros e hidrocarburíferos del subsuelo, actualmente en manos de los gobiernos provinciales (causante, entre otras cosas, de que mientras la regalía promedio obtenida en nuestras provincias de las grandes petroleras es del orden del 12 por ciento, sea del 52 por ciento en Bolivia); revisión del marco regulatorio de la gran minería; revertir la extranjerización de la tierra superando las limitaciones de la legislación recientemente aprobada y, por extensión, de los otros sectores de la economía, en donde la presencia del capital extranjero es dominante; revisar la legislación agraria, tomando en cuenta las reivindicaciones de nuestros pueblos originarios; combate efectivo a la pobreza y la desigualdad social, instaladas en una meseta inaceptablemente elevada pese a todos estos años de alto crecimiento económico, demostrando por enésima vez que sin la efectiva mediación de un estado el capitalismo concentra y polariza cuando crece y concentra y polariza aún más cuando se estanca. Como puede apreciarse, la tarea es inmensa pero impostergable. Si CFK no la asume, si la dinámica de cambios desatada a partir de los traumáticos hechos de Diciembre del 2001 (y de los cuales el kirchnerismo es una de sus expresiones) se paraliza hasta languidecer, la plena restauración del neoliberalismo, que nunca fue sino marginalmente erradicado, será cuestión de tiempo, tal vez de muy poco tiempo. Por lo tanto, o se avanza por la vía de las transformaciones estructurales o el proyecto “progresista” será devorado por la lógica implacable del capital, reduciéndolo en su capitulación a un “relato” vacío, carente de sustento en la sociedad civil y castrado en su productividad histórica. Más allá de las razonables dudas que suscita la vocación reformista de la Casa Rosada, cuesta pensar que una oportunidad inmejorable como ésta pueda ser desaprovechada por quienes aspiren a una mejor Argentina. Lo que hay que hacer está claro como el agua, ¡y hay que hacerlo ahora! Mañana será demasiado tarde. Tal vez las tres o cuatro semanas en que la presidenta se apartará de la gestión directa de la cosa pública para asegurar su recuperación le servirán para meditar sobre estos temas, y comprender que la fugacidad del poder la obliga a actuar con decisión y rapidez. Entender también que en este primer año de su nuevo mandato se juega el todo por el todo, y su lugar en la historia: como una estadista que supo aprovechar su momento, o lo que Maquiavelo llamaba “los vientos de la fortuna”, y cambiar este país para bien; o como una presidenta más, que no se atrevió a subirse al tren de la historia.
[1] Cf. Antonio Gramsci, Cuadernos de la Cárcel, Tomo IV (México: Ediciones ERA, 1980), p. 154.
[2] Cf. INDEC, “Población total según escala de ingreso individual”, datos correspondientes al Tercer Trimestre de 2011.
[3] El Coeficiente de Gini fluctúa entre 0 y 1; cero equivale a una distribución perfectamente igualitaria de los bienes analizados, en este caso, ingresos; cuanto más se acerca a 1 más desigual es la distribución. En general, los países escandinavos tienen un Gini de 0.25. Según el Informe de Desarrollo Humano del UNDP (2010), el valor del índice para el promedio de la década 2000-2010 era de 0.43 para la República Bolivariana de Venezuela, 0.47 para Uruguay, 0.48 para Argentina, 0.51 para México, 0.52 para Chile y 0.55 para Brasil. Ver, op. Cit., Tabla 3, p. 173.
[4] La cifra de la proporción de “empleo no registrado” la aporta el Ministerio de Trabajo, Empleo y Seguridad Social: Orgullo Nacional. Un legado de trabajo (Buenos Aires: Diciembre de 2011), p. 177. El cálculo del salario real se encuentra en Javier Lindenboim, http://notasdejl.blogspot.com/2011/12/evolucion-del-salario-real-en-la-ultima.html
[5] Cf. Artemio López, “¿por qué persiste la pobreza? ... el apagón educativo y el trabajador pobre”, en http://rambletamble.blogspot.com/2011/05/por-que-persiste-la-pobreza-el-apagon.html
Los datos del Observatorio se encuentran en sus diversas publicaciones, todas ellas disponibles en internet. Los del ICEPCi se encuentran en http://www.isepci.org.ar/
[6] Cf. José Nun, La desigualdad y los Impuestos (I), (Buenos Aires: Capital Intelectual, Colección Claves para todos, 2011) , p.49.
[7] Carta Abierta Nº 11: Carta de la Igualdad, Página/12, 29 de Diciembre de 2011, p. 14.
[8] En relación al impuesto a las “ganancias” cabe consignar que ni siquiera el más ortodoxo manual de economía redactado por un talibán del neoliberalismo diría que el salario es una ganancia. Sólo en Argentina es posible tan milagrosa metamorfosis.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
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