lunes, 31 de enero de 2011

Chávez y el PSUV


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El chapo Guzmán, el señor del narco.







Rebelion. A diez años de la fuga del Chapo, capo del cártel de Sinaloa















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México






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31-01-2011







A diez años de la fuga del Chapo, capo del cártel de Sinaloa




Cambio de Michoacán






Con sobrado motivo, los medios han venido a recordar que este 19 de enero se han cumplido diez años de la fuga de Joaquín El Chapo Guzmán Loera, del penal supuestamente de alta seguridad de Puente Grande, en Jalisco. Ese hecho, que podría no pasar de ser un acontecimiento meramente policiaco, ha venido a dotarse, a una década de distancia, de un cúmulo de significados que atraviesan como los rayos X el aquejado cuerpo de la nación para mostrarnos las graves tumoraciones que invaden muchos de sus órganos.

Porque a dos lustros de distancia, no sólo el capo de la más fuerte organización criminal del país, el cártel del Pacífico o de Sinaloa, figura en las publicaciones internacionales -la influyente revista Forbes- como uno de los hombres más ricos y poderosos del mundo, sino que gran parte del territorio nacional se halla sumida en una dramática crisis de inseguridad como no se conocía desde la Guerra Cristera, y presa su población del terror desatado multilateralmente por bandas criminales y corporaciones del Estado.

Escribió Marx, refiriéndose a Luis Napoleón Bonaparte, que ese hombre, que no era nadie y que no significaba nada, pudo asumir por ello todos los significados para las distintas clases y grupos de la Francia de su tiempo. Hoy sabemos que Guzmán Loera ha sido llevado, no por sí mismo sino por las circunstancias de la sociedad y de los poderes públicos, a ubicarse en el nudo de las contradicciones más terribles que cruzan y separan a la sociedad del Estado en México. Gracias a la investigación de Anabel Hernández, plasmada en su libro Los señores del narco, se puede reconstruir la trayectoria seguida por este personaje hasta ubicarse en la cúspide de un poder paralelo al de los órganos públicos del que pocos equivalentes pueden encontrarse en la historia contemporánea.

Nacido en Badiraguato, Sinaloa, en una zona de profunda depresión donde el cultivo de la mariguana y la amapola han sido por generaciones, como en otras, base del sustento familiar y alivio de la miseria, se vinculó de manera natural con las bandas de narcotraficantes que entre los años 80 y los inicios de los 90 comenzaban su crecimiento y su internacionalización vinculándose con los boyantes cárteles colombianos que, previamente, se habían robustecido apoyando al gobierno estadounidense como autor de la contrarrevolución en Nicaragua. Subordinado a Amado Carrillo Fuentes, Señor de los Cielos y amo a la sazón del narcotráfico en Ciudad Juárez, llegó a destacar como un innovador del trasiego, pero no a tener liderazgo, debido entre otras cosas a su temperamento violento.

Su casual presencia en el aeropuerto de Guadalajara en el momento en que se perpetraba el nunca aclarado asesinato del cardenal Juan José Posadas, en 1993, hizo de Guzmán Loera una pieza negociable entre el cártel y la policía, que necesitaba una aprehensión espectacular para ofrecerla a la opinión pública. Fue entregado a las autoridades, que lo mantuvieron durante ocho años en prisión. A partir de su traslado a Puente Grande tuvo la capacidad de convertirse en uno de los amos del presidio y de preparar, a partir de la corrupción de un rosario de autoridades, pero también de negociaciones políticas en los más altos niveles del gobierno federal, su sonada fuga. Ésta se habría operado no en un mitológico carrito de lavandería sino durante el operativo que la policía federal desplegó ocupando el reclusorio tras de simularse adelantadamente la evasión, y que tenía como fin verdadero sacar al Chapo vestido de policía, con casco y pasamontañas, como es usual en estos casos.

Una vez libre, Guzmán Loera hizo valer y pudo acrecentar la fuerza propia que había construido a partir de una red de relaciones desde el interior mismo de la cárcel. Encabezó entonces un histórico concilio de capos celebrado en Cuernavaca y el Distrito Federal, en octubre de 2001, en el que se sentaron las bases de la reorganización interna del cártel del Pacífico con sus múltiples células, se centralizó el mando no económico ni del tráfico de enervantes, pero sí el del poder armado para enfrentar a las bandas rivales, y se redefinieron las relaciones con el Estado. Si El Chapo pasó a ocupar la cúspide de la pirámide, escribe Anabel Hernández, no fue sólo porque “era el padre de la brillante idea [del cónclave], sino porque él tenía el arreglo con el gobierno federal desde la Presidencia de la República”.

Gracias a ese arreglo y a la información proporcionada por los de Sinaloa, el gobierno pudo golpear a fondo al cártel de Tijuana, enemigo del Chapo, y debilitar a otros grupos rivales de éste. Garante de esos compromisos y de su continuidad habría sido el entonces jefe de la Policía Federal y actual secretario de Seguridad Pública, Genaro García Luna. Desde entonces, la llamada guerra al narcotráfico y al crimen organizado parece haber seguido una estrategia diseñada no desde los órganos de seguridad e inteligencia del Estado mexicano, sino desde una de las alas del propio crimen organizado: permitir que sea una de las mafias la que se fortalezca y controle el estratégico territorio mexicano, desplazando a todas las bandas rivales, y maniobrar con las contradicciones entre éstas en un juego de vectores de fuerzas o de pesos y contrapesos.

La guerra convocada por Felipe Calderón desde el inicio de su gobierno ha seguido moviéndose dentro de esa perversa lógica. Pero no es sólo un problema de fuerzas y de armas sino de economía. Forbes debe tener buenas razones para ubicar a Joaquín Guzmán no sólo en su lista de los más ricos sino también en la de los más poderosos del mundo. Dos factores hacen de los cárteles mexicanos protagonistas centrales de la dinámica nacional. Uno, las multimillonarias cifras de dinero que manejan, que se ubican en las más diversas áreas de la economía, pero que además constituyen para el país un flujo de ingreso constante, equivalente al de las remesas de los migrantes -superando los 20 mil millones de dólares anuales-, sólo por debajo de los ingresos petroleros y probablemente por arriba del turismo y las exportaciones no petroleras. De hecho, una rama del gran capital financiero y no otra cosa es lo que la delincuencia organizada ha pasado a representar en el mundo de flujos libres y desregulación internacional denominado globalización. El otro, la penetración de su influencia en el aparato estatal en prácticamente todas las entidades y en sus tres órdenes de gobierno. En los últimos diez años, el Estado mexicano se ha convertido en un Estado capturado por la delincuencia y el narcotráfico, incluidos sus órganos superiores de mando a nivel federal.

En un reciente artículo (La Jornada, 15 de enero de 2011), Paco Ignacio Taibo II nos recordó e ilustró lo que la opinión pública del país ha venido percibiendo: que ninguno de los órganos encargados de la seguridad, la inteligencia y la persecución del delito, ni el aparato de justicia del país, estaban hace cuatro años, ni ahora, preparados para combatir seriamente al extendido cáncer del narcotráfico y la delincuencia organizada, ni parecen querer estarlo. El baño de sangre, los actos terroristas y las violaciones a los derechos humanos en espiral interminable que mantienen semiparalizada a la población no tendrán una salida fácil, y la única que se ve es la de la movilización y organización de la sociedad para modificar la estrategia que el gobierno de Felipe Calderón ha seguido, más para militarizar al país, frenar algunas de las manifestaciones más violentas de la lucha entre bandas criminales y fortalecer su alianza con los Estados Unidos que para erradicar el poder en que el narcotráfico se ha erigido y que hoy El Chapo simboliza como nadie.

- Fuente: http://www.cambiodemichoacan.com.mx/editorial.php?id=4314







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Sobre Erik Hobsbawn







Rebelion. Eric Hobsbawn habla de revoluciones















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Opinión






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31-01-2011







Eric Hobsbawn habla de revoluciones




The Guardian



Reseña de How to Change the World: Tales of Marx and Marxism [Cómo cambiar el mundo: historias de Marx y marxismo] de Eric Hobsbawm




"Hasta ahora, los filósofos han tratado de comprender el mundo; de lo que se trata, sin embargo, es de cambiarlo". La célebre magnificación de Marx trataba de levantar lo que podría hoy llamarse una "exigencia de impacto" en la valoración del pensamiento abstracto: la prueba de la validez de las ideas debía encontrarse en su capacidad de transformar el mundo. Esta declaración desmesurada puede contemplarse retrospectivamente como expresión de una tensión que discurría a lo largo de toda la obra de Marx y se hallaba en la raíz de la recurrente crisis de identidad que asolaba ese corpus diverso del pensar y el obrar al que posteriormente dio en llamarse "marxismo".

Se desarrolló y aún se desarrolla un corpus de veras extraordinariamente rico con este marbete, pero tanto los adeptos como los críticos se han mostrado proclives a insistir en que la posición e importancia de estas ideas ha de evaluarse por referencia a su historial a la hora de transformar el mundo. A los adeptos les gusta decir a menudo que la cuestión aún está por decidir, pero no tienen más remedio que reconocer, lamentablemente, que la cosa no pinta bien; los críticos se regocijan apuntando a los millones de víctimas de Stalin y a la prosperidad sin paralelo (para algunos) del capitalismo, y dan entonces el caso por concluido.

Este carácter dual del marxismo impone un gravamen especial a cualquiera que intente trazar su historia. Las ideas mismas son complejas y exigentes: idealmente, el historiador debería moverse por los matorrales de la metafísica hegeliana, así como entre las complejidades de la teoría del valor trabajo. Pero, por añadidura, una historia apropiada ha de abarcar los logros de los movimientos sindicales y las tomas de postura de las facciones de partido, la construcción de las economías planificadas y la represión de la opinión disidente, además de muchas otras cosas. El historiador ideal del marxismo ha de ser en parte teórico, en parte erudito; en parte creyente, en parte escéptico; polilingüe, pero no Pollyanna.

A Eric Hobsbawm se le define a menudo como "historiador marxista", aunque se le podría considerar de modo más preciso como un historiador de notable registro y poder analítico que ha encontrado en Marx mayor inspiración que en ninguna otra fuente singular. Pero se le considera menos a menudo como historiador del marxismo. Al fin y al cabo, sus obras más importantes se han centrado en el análisis del desarrollo de la sociedad europea desde esas dos agitaciones paralelas de la Revolución Francesa y la Revolución Industrial a finales del siglo XVIII. Si a sus aportaciones a la historia del marxismo se les ha otorgado menos reconocimiento, puede que eso se deba en parte a que han adoptado la forma de ensayos y capítulos desperdigados, y en parte a que, fiel a sus inclinaciones cosmopolitas, con frecuencia se han publicado en lenguas distintas del inglés.

La publicación de How To Change the World puede contribuir a poner las cosas en su lugar y no prematuramente: se trata de su decimosexto libro y aparece, lo cual es impresionante, a sus 94 años de edad. Aunque el libro se compone en buena medida de materiales anteriormente publicados, gran parte de ellos no han aparecido nunca en inglés y algunos han sido revisados y puestos al día. Lo de "historias" del subtítulo puede corresponder al intento de un editor nervioso por conseguir que los contenidos les suenen más seductores a lectores que podrían verse disuadidos por "ensayos" o "estudios", pero afortunadamente el término no indica en este caso una colorida charla biográfica o narraciones excéntricas. Los ensayos son analíticos y sinópticos y no resultan en absoluto peores por ello: su nítida calidad intelectual los vuelve más absorbentes de lo que podría ser cualquier "historia" adornada.

La "Primera parte" contiene estudios bastante diversos de aspectos del pensamiento de Marx y Engels, que van desde una introducción relativamente ligera a Las condiciones de la clase obrera en Inglaterra, del segundo, a una densa explicación del pensamiento de Marx acerca de las formaciones precapitalistas en la obra inacabada conocida sencillamente como Grundrisse.

La "Segunda parte", que puede ser de mayor interés al lector contemporáneo, anda cerca de proporcionar una visión de conjunto de la suerte del marxismo en los (casi) 130 años transcurridos desde la muerte de Marx en 1883. Son estos capítulos los que exhiben de forma notabilísima la combinación característica de Hobsbawm de análisis lúcido e imponente alcance. Casi todos los historiadores parecen provincianos a su lado. ¿Quién, si no, podría, mientras le hace detalladamente justicia a la historia de los movimientos marxistas principales en países como Alemania y Francia, proporcionarnos una autorizada digresión sobre las diferencias entre el marxismo danés y el finlandés? ¿En qué otro confiaríamos para que, después de enumerar las traducciones de Das Kapital desde el azerbayaní al yiddish, concluya con seguridad: "La única extensión lingüística importante de El capital aparte de ésta tuvo lugar en la India ya independizada, con ediciones en marathí, hindi y bengalí en las décadas de 1950 y 1960.

En el curso del pasado siglo o más allá, el estatus de los escritos de Marx puede haber oscilado entre dos polos. Por un lado, existe la posición comunista otrora ortodoxa de que Marx era el guía casi infalible de la acción política y la creación, por vía revolucionaria, de la forma de sociedad que sucedería al capitalismo. Y por otro, está lo que podría llamarse la visión de la "civi[lización] occidental", en donde se aborda a Marx junto a figuras como Nietzsche y Freud, como autor de un corpus de escritos infinitamente fascinante, escritos que pueden estudiarse o disfrutarse, pero de los que no se desprende la acción más de lo que sería el caso en La montaña mágica de Mann o La tierra baldía de Eliot.

Hobsbawm, de forma característica, evita ambos extremos: su actitud es más distanciada que el primero, pero considerablemente más comprometido que el segundo. Recomienda a nuestra atención la historia del marxismo debido a que "durante los últimos 130 años ha constituido un tema de importancia en la música intelectual del mundo moderno y, mediante su capacidad de movilizar fuerzas sociales, una presencia crucial, en algunos periodos decisiva, en la historia del siglo XX".

Pero, ¿qué hay del siglo XXI? Desde sus comienzos a principios de la década de 1840, el marxismo se ha visto sujeto a accesos de especulación prematura. Marx y Engels se persuadieron repetidamente (y persuadieron a algunos otros) de que se acercaba el fin de la sociedad burguesa, y desde la muerte de Marx ha habido periódicos anuncios de la "crisis del capitalismo". Pero en cada ocasión, el paciente ha logrado recuperarse de algún modo y puede que incluso se haya fortalecido. Acaso ni siquiera Hobsbawm, el más frío y juicioso de los analistas, sea completamente inmune a esta fiebre cuando especula que el derrumbe financiero de 2008 puede señalar el comienzo del fin del capitalismo tal como lo hemos conocido. Ciertamente, cree que marca el final de ese período de 25 años (desde el centenario de la muerte de Marx) durante el que pareció que Marx había perdido su relevancia, y para muchos de la generación más joven, su interés. "Una vez más", anuncia de un modo absoluto nada propio de él, "ha llegado el momento de tomarse a Marx en serio".

Aun durante los años más triunfalistas del neoliberalismo había quienes seguían tomándose a Marx muy pero que muy en serio como fuente de conceptos y marcos de referencia con los que analizar el funcionamiento de sociedades en las que el capital está en manos de unos pocos y los más venden su fuerza de trabajo. Pero, más allá de esto, ¿piensa Hobsbawm que hoy deberíamos tomarnos a Marx en serio como guía para cambiar el mundo? Aquí se escucha una nota de cautela, a veces hasta equívoca. En una frase estupenda, refleja que, con la caída de la Unión Soviética, "el capitalismo había perdido su memento mori". Pero, al mismo tiempo, "quienes se atenían a la esperanza socialista original de una sociedad erigida en nombre de la cooperación, en lugar de la competencia, hubieron de replegarse a la especulación y la teoría".

Hoy la globalización y la retirada del Estado han privado, observa él, tanto a los partidos socialdemócratas como a los movimientos sindicales de su terreno natural: "estas entidades no han tenido hasta ahora mucho éxito a la hora de operar transnacionalmente". En otro autor uno podría sospechar sarcasmo en este deliberado eufemismo, pero "hasta ahora" y "no (...) mucho" pueden indicar que funciona la habitual prudencia literaria de Hobsbawm. Con todo, ¿qué tipo de oportunidad supone la actual turbulencia financiera? Algunos han comparado la situación con los años 30 del siglo XX, pero es difícil saber si, para quienes poseen inclinaciones radicales, eso debería considerarse un paralelo alentador. Hobsbawm se limita a la juiciosa observación de que, a diferencia de la década de 1930, "los socialistas" (de quienes parece extrañamente distante en este punto) "no pueden señalar ejemplo alguno de regímenes comunistas o socialdemócratas inmunes a la crisis ni tienen propuestas realistas de cambio socialista".

Acaso lo cierto sea que el marxismo, pese a la famosa proclamación de su fundador, ha contribuido siempre más a entender el mundo que a cambiarlo. Desde luego, Eric Hobsbawm ha hecho más que la mayoría por promover esa comprensión. Y si nos preguntamos cuál puede ser su visión final de las perspectivas de cambiar el mundo, en ese caso, felizmente, todavía estamos en situación de adoptar la respuesta de Chu En-Lai sobre la Revolución Francesa: es demasiado pronto aún para decirlo.

Stefan Collini es profesor de historia intelectual y literatura inglesa en la Universidad de Cambridge, colaborador del Times Literary Supplement y The London Review of Books y autor de Common Reading: Critics, Historians, Publics y Absent Minds, Intellectuals in Britain . Su último libro That's Offensive! Criticism, Identity, Respect (editado por Seagull y The University of Chicago Press) se publica este mes.

Tomado de: http://www.sinpermiso.info/textos/index.php?id=3886







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Internet y la política.







Rebelion. De Irán a Egipto: usos y desusos de Internet “sobre el terreno”















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31-01-2011







De Irán a Egipto: usos y desusos de Internet “sobre el terreno”




La pupila insomne







Tráfico de Internet en Egipto a partir del 27 de enero- ARBOR NETWORKS

Tráfico de Internet en Egipto a partir del 27 de enero- ARBOR NETWORKS

Cuando en junio de 2009 la llamada “revolución verde” alentaba la desestabilización en Irán a través de Internet, la Secretaria de Estado estadounidense intervino ante Twitter para pedirle que postergara una operación de mantenimiento que implicaba la interrupción de sus servicios. El objetivo, confesado posteriormente por la propia Clinton, era muy claro: “nosotros hicimos mucho por reforzar a los que protestaban sin mostrarnos. Y seguimos hablando con ellos y apoyando a la oposición”.

Menos de un año después, Irán es un país estable a pesar de que EE.UU. sigue “apoyando a la oposición”, asesinando científicos, y presionando por todas las vías posibles. Sin embargo, es en países aliados de Estados Unidos, como Túnez y Egipto, donde se dice que el uso de Internet ha jugado un papel importante en el surgimiento y desenlance de convulsiones políticas.

En Túnez, el dictador Ben Alí cayó estrepitosamente pero el pueblo sigue en las calles exigiendo un cambio real. En Egipto, el gobierno de Hosni Mubarak, al que EE.UU. ayuda con más de 1.500 millones de dólares anualmente y le suministra la tecnología para la represión, ha suspendido totalmente los servicios de Internet en el país, pero eso no ha podido detener las protestas. El bloguero egipcio, Hossam el-Hamalawy interrogado sobre el rol de Facebook y Twitter en la rebelión, ha dicho: “Internet sólo juega un papel en la difusión de la palabra y de las imágenes de lo que sucede en el terreno. No utilizamos Internet para organizarnos. Lo utilizamos para dar a conocer lo que estamos haciendo sobre el terreno con la esperanza de animar a otros para que participen en la acción.”. Su respuesta quizás ayude a explicar por qué la protesta, asida en la realidad, continúa por encima de las medidas de control de las comunicaciones que empresas estadounidense como Narus o Verizon, ayudan a implementar sin que el gobierno de Estados Unidos lo impida.

El pasado noviembre Alec Ross, director para la innovación del Departamento de Estado, hablaba en un evento en Chile – como iniciativa de la Hillary Clinton Civil Society 2.0- de las “sociedades cerradas” para las que, según él, Internet es una amenaza, pero no mencionó a Túnez ni a Egipto. En su intervención Ross, intentando seducir a quienes lo escuchaban, llegó a decir que Internet es “el Che Guevara del siglo XXI”, provocando indignación en parte del auditorio que se cuestionó la moral del sistema que asesinó al Che para invocarlo.

En algunas de las imágenes procedentes de Túnez he visto el rostro del héroe argentino-cubano, enarbolado por quienes se enfrentan a una policía armada y financiada por Estados Unidos. No sé si Ross habrá leído al Che para saber que no es Internet, sino la rebelión frente a la injusticia la que encarna sus ideas. Y mientras ésa esté en el mundo real, no importa lo que hagan quienes pagan a Ross por evitarlo en el terreno virtual, lo decisivo son los seres humanos y su acción “sobre el terreno”.

Fuente: http://lapupilainsomne.wordpress.com/2011/01/30/de-iran-a-egipto-ee-uu-y-los-usos-y-desusos-de-internet-sobre-el-terreno/

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A. Borón, USA mueve sus fichas en el tablero egipcio.







Rebelion. Egipto: la apuesta al gatopardismo













Egipto: la apuesta al gatopardismo




Página 12






En el día de ayer Hillary Clinton declaró ante la prensa que lo que había que evitar a toda costa en Egipto era un vacío de poder. Que el objetivo de la Casa Blanca era una transición ordenada hacia la democracia, la reforma social, la justicia económica, que Hosni Mubarak era el presidente de Egipto y que lo importante era el proceso, la transición. A diferencia de lo ocurrido en otra ocasión, el Presidente Obama no exigiría la salida del líder caído en desgracia. Como no podría ser de otro modo, las declaraciones de la Secretaria de Estado reflejan la concepción geopolítica que Estados Unidos ha sostenido invariablemente desde la Guerra de los Seis Días, en 1967, y cuya gravitación se acrecentó después del asesinato de Anwar el-Sadat en 1981 y la asunción de su por entonces vicepresidente, Hosni Mubarak. Sadat se había convertido en una pieza clave para Estados Unidos e Israel –y de paso confirió a Egipto la misma categoría- al ser el primer jefe de Estado de un país árabe que reconoció al Estado de Israel al firmar un Tratado de Paz entre Egipto y ese país el 26 de Marzo de 1979. Las dudas y los rencores que aún abrigaban Sadat y el primer ministro israelí Menájem Begin como consecuencia de cinco guerras y que tornaban en interminables las negociaciones de paz fueron rápidamente dejados de lado cuando tanto ellos como el Presidente James Carter se notificaron que el 16 de enero de ese año un estratégico aliado pro estadounidense en la región, el Sha de Irán, había sido derrocado por una revolución popular y buscó refugio en Egipto. La caída del Sha fue seguida por el nacimiento de la república islámica bajo la conducción del Ayatolá Ruhollah Jomeini, para quien Estados Unidos y toda la “civilización estadounidense” no eran otra cosa que el “Gran Satán”, el enemigo jurado del Islam.

Si la violenta eyección del Sha sacudía el tablero de Oriente Medio, no eran mejores las noticias que provenían del convulsionado traspatio centroamericano: el 19 de Julio de 1979 el Frente Sandinista entraba a Managua y ponía fin a la dictadura de Anastasio Somoza, complicando aún más el cuadro geopolítico estadounidense. A partir de ese momento, el delicadísimo equilibrio de Oriente Medio tendría en Egipto el ancla estabilizadora que la política exterior estadounidense se encargó de reforzar a cualquier precio, aún a sabiendas de que bajo el reinado de Mubarak la corrupción, el narcotráfico y el lavado de dinero crecían a un ritmo que sólo era superado por el proceso de pauperización y exclusión social que afectaba a sectores crecientes de la población egipcia; y que la feroz represión ante los menores atisbos de disidencia y las torturas eran cosas de todos los días. Por eso suenan insoportablemente hipócritas y oportunistas las exhortaciones del presidente Obama y su Secretaria de Estado para que un régimen corrupto y represivo como pocos en el mundo -y al cual Estados Unidos mantuvo y financió por décadas- se encamine por el sendero de las reformas económicas, sociales y políticas. Un régimen, además, donde Washington podía enviar prisioneros para torturar sin tener que enfrentar molestas restricciones legales y la estación de la CIA en Cairo podía operar sin ninguna clase de obstáculos para llevar adelante su “guerra contra el terrorismo.” Un régimen, además, que pudo bloquear la internet y la telefonía celular y que apenas si despertó una mesurada protesta por parte de Washington. ¿Habría sido igual de tibia la reacción si quien hubiera cometido tales tropelías hubiese sido Hugo Chávez?

Dado que Mubarak parecería haber cruzado el punto de no retorno, el problema que se le presenta a Obama es el de construir un “mubarakismo” sin Mubarak; es decir, garantizar mediante un oportuno recambio del autócrata la continuidad de la autocracia pro estadounidense. Como decía el Gatopardo, “algo hay que cambiar para que todo siga como está.” Esa fue la fórmula que sin éxito alguno Washington intentó imponer en los meses anteriores al derrumbe del somocismo en Nicaragua, apelando a la figura de un personaje del régimen, Francisco Urcuyo, presidente del Congreso Nacional cuya primera y prácticamente última iniciativa como fugaz presidente fue la de solicitar al Frente Sandinista, que venía aplastando a la guardia nacional somocista por los cuatro rincones del país, que depusiera las armas. Lo depusieron a él al cabo de pocos días, y en el habla popular nicaragüense el ex presidente pasó a ser recordado como “Urcuyo, el efímero.” Lo que ahora está intentando la Casa Blanca es algo similar: presionó a Mubarak para que designara a un vicepresidente en la esperanza de que no reeditase el fiasco de Urcuyo. La designación no pudo haber sido más inapropiada pues recayó en el jefe de los servicios de inteligencia del ejército, Omar Suleiman, un hombre aún más refractario a la apertura democrática que el propio Mubarak y cuyas credenciales no son precisamente los que anhelan las masas que exigen democracia. Cuando estas ganaron las calles y atacaron numerosos cuarteles de la odiada policía y de los no menos odiados espías, soplones y organismos de la inteligencia estatal, Mubarak designa al jefe de estos servicios nada menos que para liderar las reformas democráticas. Es una broma de mal gusto y así fue recibida por los egipcios, que siguieron tomando las calles convencidos de que el ciclo de Mubarak se había terminado y que había que exigir su renuncia sin más trámite.

En la tradición del socialismo marxista se dice que una situación revolucionaria se constituye cuando los de arriba no pueden dominar como antes y los de abajo ya no quieren a ser dominados como antes. Los de arriba no pueden porque la policía fue derrotada en las luchas callejeras y los oficiales y soldados del ejército confraternizan con los manifestantes en lugar de reprimirlos. No sería de extrañar que alguna otra filtración tipo Wikileaks devele las intensas presiones de la Casa Blanca para que el anciano déspota abandone Egipto cuanto antes para evitar una re-edición de la tragedia de Teherán. Las alternativas que se abren para los Estados Unidos son pocas y malas: (a) sostener el régimen actual, pagando un fenomenal costo político no sólo en el mundo árabe para defender sus posiciones y privilegios en esa crucial región del planeta; (b) una toma del poder por una alianza cívico-militar en donde los opositores de Mubarak estarán destinados a ejercer una gravitación cada vez mayor o, (c) la peor de las pesadillas, si se produce el temido vacío del poder que sean los islamistas de la Hermandad Musulmana quienes tomen el gobierno por asalto. Bajo cualquiera de estas hipótesis las cosas ya no serán como antes, pues aún en la variante más moderada la probabilidad de que un nuevo régimen en Egipto continúe siendo un fiel e incondicional peón de Washington es sumamente baja y, en el mejor de los casos, altamente inestable. Y si el desenlace es el radicalismo islamista la situación de Estados Unidos e Israel en la región se tornará en extremo vulnerable, habida cuenta de que el efecto dominó de la crisis que comenzó en Túnez y siguió en Egipto ya se está dejando sentir en otros importantes aliados de Estados Unidos, como Jordania y Yemen, todo lo cual puede profundizar la derrota militar estadounidense en Irak y precipitar una debacle en Afganistán. De cumplirse estos pronósticos, el conflicto palestino-israelí adquiriría inéditas resonancias cuyos ecos llegarían hasta los suntuosos palacios de los emiratos del Golfo y la propia Arabia Saudí, cambiando dramáticamente y para siempre el tablero de la política y la economía mundiales.


Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

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