Los pueblos no están sólo para aceptar, apoyar, convalidar o materializar (ejecutar) ideas y decisiones, sino ante todo para protagonizarlas. Esto quiere decir: participar en el proceso de toma de decisiones y en la realización posterior de las mismas, compartiendo responsabilidades.
Si se hubiese discutido el problema del precio de la gasolina y petróleo, etc., con las organizaciones sociales, si hubiese consensuado una medida y los pasos para su implementación, nada de lo ocurrido hubiese pasado. No sé cual habría sido la propuesta, pero los resultados habrían sido diferentes: nadie sale a protestar contra lo que acordó.
Los protagonistas no pueden –ni quieren- enterarse de su historia por los diarios. No es con resoluciones y decretos como se impulsa la revolución democrática y cultural, la clave está en la participación. Se trata de un proceso marcado por la construcción colectiva y requiere llevar los ritmos que esa construcción –y toma de conciencia colectiva- demanden. Cuando se pretende acelerarlo pasando por encima de la participación popular, lo que se evidenciaba como un éxito o acierto posible en el mediano plazo se tornan en un inmediato fracaso.
La prueba está a la vista: apostando por la consulta y participación de los de abajo, ciertamente el camino puede ser más largo y los ritmos más lentos, pero a la larga será más efectivo, profundo y radical. Esta sabiduría no salió de las universidades, se forjó en la experiencia de lucha de los pueblos. En sus prácticas, ellos han delineado y construido las nuevas lógicas de la transformación social desde abajo, es decir, de las revoluciones democráticas-culturales caracterizadas por apelar al desarrollo de la conciencia, la organización y la participación de los de abajo de modo permanente. Y esto no se logra con cursos o conferencias, es ante todo, una resultante de la participación plena de los de abajo en todo el proceso de cambios: desde el diagnóstico y las definiciones hasta la implementación y el control de las decisiones. Éstas no son ya tarea de un grupo de dirigentes sino responsabilidad compartida de todos y todas.
El pueblo consciente, participante y protagonista de las decisiones saldría igualmente a las calles, pero –en tal caso- para reafirmar las medidas del gobierno que serían sus medidas, y para pedir la profundización revolucionaria del proceso.
Lo ocurrido en Bolivia a consecuencia del gasolinazo no se corresponde con ninguna de estas alternativas, pero tampoco significa un rechazo al gobierno que siguen considerando suyo. Es un grito y una manifestación contundente contra una tenue pero creciente forma de gobernar que venía ya mostrándose en algunas decisiones, que pretende ignorar al pueblo como protagonista central del proceso y suplantarlo en la toma de decisiones fundamentales, reencarnando lo peor de la herencia política burguesa-colonial.
Un gobernante revolucionario no se define como tal por el currículo, ni por ser “honrado y bueno” en comparación con los gobernantes tradicionales del sistema; aunque estas cualidades se requieren de forma elemental, su proyección va más allá de lo personal: se relaciona directamente con su capacidad de poner los espacios de poder en función de la transformación revolucionaria, abriéndo las puertas del gobierno al pueblo, construyendo un nuevo tipo de institucionalidad, de legalidad y legitimidad basada en la participación del pueblo en la toma de decisiones políticas (base de la Asamblea Constituyente).
La tarea titánica de los gobernantes revolucionarios no consiste en sustituir al pueblo, ni en “sacar de sus cabezas” buenas leyes, mucho menos para demostrar que son más inteligentes que todos, que tienen razón y que, por ello, “saben gobernar”. Impulsar revoluciones desde los gobiernos pasa por hacer de éstos una herramienta política revolucionaria: desarrollar la conciencia política, abrir la gestión a la participación de los movimientos indígenas, de los movimientos sociales y sindicales, de los sectores populares, construyendo mecanismos colectivos y estableciendo roles y responsabilidades diferenciados, para gobernar el país en conjunto.
Las revoluciones desde abajo, es decir, las que se gestan por los pueblos desde la raíz de los problemas, apuestan al cambio que nace de las conciencias de los pueblos y se construye en su accionar protagónico, nada tienen que ver con métodos que pretenden impulsar el proceso con decretos o resoluciones generadas desde arriba por muy bienintencionadas y certeras que éstas pudieran resultar.
No se avanza con medidas superestructurales por muy justas y razonables que sean. Hay que construir protagonismo popular colectivo y eso solo puede lograrse forjándolo a cada paso y en cada paso. El aprendizaje, como la enseñanza, comienza en las prácticas cotidianas. Educar en lo nuevo significa desarrollar nuevas prácticas, dar ejemplo. Ésta es la clave pedagógica vital de las revoluciones desde abajo.
Éstas solo pueden profundizarse anudadas a la construcción y fortalecimiento del sujeto colectivo de las mismas, el actor sociopolítico capaz de empujarlas e impulsarlas permanentemente hacia objetivos radicalmente superiores. La tarea fundamental del instrumento político en estos tiempos consiste por ello, precisamente, en desarrollar el trabajo político, cultural e ideológico necesario para promover el desarrollo de la conciencia política del conjunto de actores sociales y políticos del campo popular, en abrir canales institucionales y no institucionales para la participación consciente, organizada y creciente del conjunto de los actores revolucionarios, así como crear ámbitos para las reflexiones críticas colectivas del proceso de cambio, de modo que se vayan fortaleciendo las conciencias, creciendo colectivamente.
En Bolivia el pueblo no salió a las calles a rechazar a su gobierno sino a rechazar, junto con la medida, la imposición, a rechazar las decisiones sin consulta, el distanciamiento entre gobernantes y movimientos indígenas, campesinos y sociales que venía evidenciándose como tendencia y que cristaliza ahora contundentemente con esta medida del llamado gasolinazo. El pueblo no salió a oponerse a Evo, sino a decirle NO a cualquier intento de gobernar sin su participación, a pedirle rectificación y reconocimiento. Y en un acto de humildad que evidencia tanto su gran sabiduría como sus raíces, Evo rectificó. Y repasando su promesa de Tihuanaku, retiró los decretos y reiteró su decisión de “mandar obedeciendo”, que –en sentido estricto- no significa ni mandar ni obedecer, sino gobernar juntos, construir conjuntamente las medidas fundamentales y compartir las responsabilidades de las decisiones y de su implementación.
Y no es que esto sea necesariamente garantía de éxito ni evite cometer errores o equivocarse, pero cuando los pueblos fracasan teniendo conciencia de que ello podría ocurrir, es decir, sabiendo que se podía perder, el fracaso puede representar un triunfo, un crecimiento colectivo, un nuevo aprendizaje y un fortalecimiento que los dinamice e impulse a concretar sus objetivos por otras vías. Algo así como: “Bueno, si por ahí no salió el asunto, ¿por dónde y cómo vamos a lograrlo?” Es decir, la situación se presenta diferente cuando hay participación consciente que cuando no la hay: los pueblos avanzan según toman conciencia del fracaso o celebran el triunfo, y ello depende de su participación en las decisiones; cuando fracasan sin conciencia de lo que estaban haciendo, la frustración es profunda.
Las revoluciones son idénticas a la participación protagónica de sus pueblos; directamente proporcionales a ella. Si, por ejemplo, se aplica esta sencilla ecuación a los procesos populares revolucionarios en curso, a las medidas gubernamentales y sus procedimientos, los resultados saltan a la vista: a menor participación popular, menor contenido y alcance revolucionario, menos revolución. Conclusión: El nudo gordiano estratégico de los procesos revolucionarios no radica en la pertinencia de las resoluciones gubernamentales ni en la sabiduría de los gobernantes y su entorno, sino en la voluntad popular, en su conciencia y organización para participar en las definiciones y soluciones, impulsarlas y sostenerlas.
En el terreno político está claro que saber es poder. En tanto el saber procedente de técnicos y expertos es restringido, reducido a élites y minorías, su poder también es escaso y reducido, acotado a cargos y funciones, a lo que se denomina comúnmente “trabajo profesional”. Por ello, sin negar el valor del trabajo de expertos y asesores, los resultados y las propuestas de sus estudios necesitan siempre ser reevaluadas (cuando no construidas) con el pueblo, con los movimientos indígenas, sindicales y sociales, con el campo popular todo. Sólo en un proceso articulado, conjunto, es posible transformar las propuestas de funcionarios, especialistas o técnicos en decisión política revolucionaria de gobierno y pueblo. En procesos políticos-revolucionarios como el que vive Bolivia hoy, la administración pública –que es la administración de lo público- no puede quedar entrampada en los papeles de los funcionarios; es tema y tarea de la militancia socio-política de los pueblos en las calles de las ciudades, en los campos, en las minas…
Los que tienen la responsabilidad de gobernar tienen la prerrogativa de proponer cambios y la obligación de que sus propuestas tengan fundamentos sólidos. Esto no está en discusión. Pero la otra pata del proceso, la fundamental, la que le da sentido y proyección revolucionaria, consiste en lo siguiente: para que el saber producido arriba sea a la vez poder abajo, tiene que construirse con los de abajo y constituirse en saber/poder de pueblo. Ésa es la tarea política por excelencia de quienes tienen responsabilidades de gobierno en procesos revolucionarios.
Evidenciar esto y ponerlo sobre el tapete es una de las enseñanzas más importantes y trascendentes de los acontecimientos resultantes del gasolinazo: el pueblo reclamó su protagonismo, habló con su líder en su lenguaje de resistencia y lucha, y Evo respondió como militante. Consciente de que rectificar es de sabios, escuchó y comprendió el mensaje de sus compañeros y compañeras y raudamente derogó las resoluciones y decretos, y volvió a poner el la agenda política gubernamental un tema clave: gobernar para el pueblo implica gobernar con el pueblo. Y con ello Evo alumbraba otra lección: para impulsar una revolución desde abajo, no basta con “tener espaldas”, sino los pies en la tierra, el corazón en el pueblo y la cabeza clara de sus responsabilidades como gobernante revolucionario capaz de concertar a los pueblos a protagonizar su historia.
Queda claro entonces que el tema abierto con el gasolinazo no está limitado a economistas, ni expertos, ni periodistas, pertenece al pueblo. Es el pueblo –en su diversidad de identidades, nacionalidades y culturas- quien tiene el poder de cambiar la historia y construirla a su imagen y semejanza.
Por eso, a días de conmemorarse un nuevo aniversario de la constitución del primer gobierno indoamericano en nuestro continente, es posible exclamar, con fuerza y vitalidad:
¡Jallalla los pueblos de Bolivia! ¡Jallalla Evo!
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
rCR
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