Traducido por S. Seguí |
Los límites de los movimientos sociales
Los movimientos de masas que obligaron a la retirada de Mubarak revelan a la vez la fortaleza y las debilidades de los levantamientos espontáneos.
Por una parte, los movimientos sociales han demostrado su capacidad para movilizar a cientos de miles de personas, quizás millones, en una exitosa lucha sostenida que culminó con el derrocamiento del dictador de una manera que los partidos de oposición y las personalidades preexistentes no pudieron o no quisieron hacer.
En cambio, por otra parte, a falta de un liderazgo político nacional, los movimientos no fueron capaces de tomar el poder político y hacer realidad sus demandas, lo que permitió a los altos mandos militares de Mubarak tomar el poder y definir el post mubarakismo, garantizando la continuidad de la subordinación de Egipto a los EE.UU., la protección de la riqueza ilícita del clan Mubarak (70 millones de dólares), el mantenimiento de las numerosas empresas en propiedad de la élite militar y la protección de las clases altas.
Los millones de personas movilizados por los movimientos sociales para derrocar a la dictadura han sido excluidos en la práctica por la nueva junta militar, autoproclamada “revolucionaria”, a la hora de definir las instituciones y las políticas, por no hablar de las reformas socioeconómicas necesarias para atender las necesidades básicas de la población (el 40% de la población vive con menos de dos dólares al día y el desempleo juvenil asciende a más de 30%). Egipto, como en el caso de los movimientos sociales y estudiantiles populares contra las dictaduras de Corea del Sur, Taiwán, Filipinas e Indonesia, es una demostración de que la falta de una organización política de ámbito estatal permite que personajes neoliberales y conservadores “de oposición” reemplacen al régimen. Estos personajes proceden a establecer un régimen electoral que continúe sirviendo a los intereses imperiales dependientes y defienda el aparato estatal existente. En algunos casos, sustituyen a los viejos compinches capitalistas por otros de nuevo cuño. No es casual que los medios de comunicación alaben la “espontánea” naturaleza de las luchas (no las demandas socioeconómicas) y presenten bajo una luz favorable el papel de los militares (sin tener en cuenta los 30 años en los que han sido un baluarte de la dictadura). Las masas son alabadas por su “heroísmo” y los jóvenes por su “idealismo”, pero en ningún caso se les reconoce como actores políticos centrales en el nuevo régimen. Una vez caída la dictadura, los militares y la oposición electoralista “celebraron” el éxito de la revolución y se movieron rápidamente para desmovilizar y desmantelar el movimiento espontáneo, con el fin de dar paso a las negociaciones entre los políticos liberales electoralistas, Washington y la élite militar en el poder.
Mientras la Casa Blanca puede tolerar o incluso fomentar movimientos sociales que conduzcan al derrocamiento (“sacrificio”) de las dictaduras, tienen todo el interés en preservar el Estado. En el caso de Egipto, el principal aliado estratégico del imperialismo de EE.UU., no es Mubarak, es el ejército, con el que Washington ha estado en constante colaboración antes, durante y después del derrocamiento de Mubarak, asegurándose que la “transición” a la democracia (sic) garantice la permanente subordinación de Egipto a los intereses y las políticas para Oriente Próximo de EE.UU. e Israel.
La rebelión del pueblo: los fracasos de la CIA y el Mossad
La revuelta árabe demuestra una vez más varios fallos estratégicos en instituciones tan cacareadas como la policía secreta, las fuerzas especiales y las agencias de inteligencia de EE.UU., así como en el aparato estatal israelí, ninguno de los cuales fue capaz de prever, no digamos ya intervenir, para evitar esta exitosa movilización e influir en las políticas de sus gobiernos hacia los gobernantes lacayos que estaban en peligro.
La imagen que la mayoría de escritores, académicos y periodistas proyectan de la imbatibilidad del Mossad israelí y de la omnipotente CIA ha sido sometida a una dura prueba, con su fracaso en reconocer el alcance, la profundidad y la intensidad del movimiento de millones de personas que ha derrocado la dictadura de Mubarak. El Mossad, orgullo y alegría de los productores de Hollywood, presentado como un “modelo de eficiencia” por sus bien organizados compañeros de viaje sionistas, no fue capaz de detectar el crecimiento de un movimiento de masas en un país vecino. El primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, se mostró sorprendido (y consternado) por la precaria situación de Mubarak y el colapso de su cliente árabe más prominente, precisamente a causa de errores de inteligencia del Mossad. Del mismo modo, a Washington, con sus 27 organismos de inteligencia además del Pentágono, lo pillaron desprevenido, a pesar de los centenares de miles de agentes pagados y sus presupuestos de miles de millones de dólares, los masivos levantamientos populares y los movimientos emergentes.
Varias observaciones teóricas se imponen. Se ha demostrado que la idea de unos gobernantes ferozmente represivos que reciben miles de millones de dólares de ayuda militar de EE.UU. y que cuentan con cerca de un millón de policías, militares y paramilitares para garantizar la hegemonía imperial no es infalible. La suposición de que mantener vínculos a gran escala y largo plazo con tales gobernantes dictatoriales salvaguarda los intereses imperiales de EE.UU. ha sido refutada.
El globo de la arrogancia de Israel y la presunción de superioridad judía en materia de organización, estrategia y política sobre “los árabes”, ha sido seriamente pinchado. El Estado de Israel, sus expertos, sus agentes encubiertos y sus académicos de las mejores universidades estadounidenses permanecieron ciegos a las realidades emergentes, ignorantes de la profundidad del descontento e impotentes para evitar la oposición masiva a sus clientes más valiosos. Los publicistas de Israel en EE.UU., que no suelen resistirse a cualquier oportunidad de glosar la “brillantez” de las fuerzas de seguridad de Israel tanto si se trata de asesinar a un líder árabe en Líbano o Dubai o bombardear una instalación militar en Siria, se quedaron temporalmente sin habla.
La caída de Mubarak y el posible surgimiento de un gobierno independiente y democrático significarían que Israel podría perder su principal aliado policial. Una opinión pública democrática no va a cooperar con Israel en el mantenimiento del bloqueo de Gaza ni condenar a los palestinos a morir de hambre para quebrar su voluntad de resistir. Israel no podrá contar con un gobierno democrático para respaldar sus violentas ocupaciones de tierras en Cisjordania y su régimen títere palestino. Tampoco podría contar EE.UU. con un Egipto democrático para respaldar sus intrigas en Líbano, sus guerras en Iraq y Afganistán o sus sanciones contra Irán. Por otra parte, el levantamiento de Egipto ha servido de ejemplo para otros movimientos populares contrarios a otras dictaduras clientes de EE.UU. en Jordania, Yemen y Arabia Saudí. Por todas estas razones, Washington apoyó el golpe militar con el fin de dar forma a una transición política de acuerdo con su gusto y sus intereses imperiales.
El debilitamiento del principal pilar del poder imperial de EE.UU. y del poder colonial israelí en el Norte de África y Oriente Próximo ponen de manifiesto el papel esencial de los regímenes colaboradores del Imperio. El carácter dictatorial de estos regímenes es un resultado directo del papel que desempeñan en defensa de los intereses imperiales. Y los grandes paquetes de ayuda militar que corrompen y enriquecen a las élites dominantes son las recompensas por su buena disposición a colaborar con los estados imperiales y coloniales. Dada la importancia estratégica de la dictadura egipcia, ¿cómo explicar el fracaso de las agencias de inteligencia de EE.UU. e Israel para anticipar las revueltas?
Tanto la CIA como el Mossad colaboraron estrechamente con los servicios secretos de Egipto y se basaron en ellos para su información, confiando en sus conformistas informes, según los cuales todo estaba bajo control. Los partidos de oposición son débiles, están diezmados por la infiltración y la represión, sus militantes languidecen en la cárcel o sufren fatales “ataques al corazón” a causa de severas “técnicas de interrogatorio”, afirmaban. Las elecciones fueron manipuladas para elegir a los clientes de EE.UU. e Israel, de modo que no hubiera sorpresas democráticas en el horizonte inmediato o a medio plazo.
Los servicios secretos egipcios son entrenados y financiados por agentes israelíes y estadounidenses, y tienen una natural tendencia a complacer la voluntad de sus amos. Eran tan obedientes para producir informes que complacieran a sus mentores, que ignoraban cualquier información sobre un creciente malestar popular o la agitación vía Internet. La CIA y el Mossad estaban tan incrustados en el vasto aparato de seguridad de Mubarak que fueron incapaces de obtener cualquier otra información sobre los movimientos populares, descentralizados y florecientes, todos ellos movimientos independientes de la oposición electoral tradicional que controlaban.
Cuando los movimientos de masas extraparlamentarios estallaron, el Mossad y la CIA contaban con el aparato estatal de Mubarak para tomar el control a través de la típica operación de la zanahoria y el palo: dar concesiones simbólicas transitorias y sacar a la calle al ejército, la policía y los escuadrones de la muerte. A medida que el movimiento crecía de decenas de miles a cientos de miles y a millones de personas, el Mossad y los principales congresistas estadounidenses partidarios de Israel instaban a Mubarak a “aguantar”. La CIA se limitó a presentar a la Casa Blanca los perfiles políticos de funcionarios militares fiables y de personajes políticos flexibles, “de transición”, dispuestos a seguir los pasos de Mubarak. Una vez más, la CIA y el Mossad demostraron su dependencia del aparato estatal egipcio para conseguir información sobre quién podría representar una alternativa viable pro estadounidense e israelí, haciendo caso omiso de las exigencias elementales de las masas. El intento de cooptar a la vieja guardia electoralista de los Hermanos Musulmanes a través de negociaciones con el vicepresidente general Omar Suleiman fracasó, en parte debido a que los Hermanos Musulmanes no tenían el control del movimiento y en parte debido a que Israel y sus seguidores estadounidenses se opusieron. Por otra parte, el ala juvenil de los Hermanos presionó para que la organización se retirara de las negociaciones.
Los fallos en materia de inteligencia complicaron los esfuerzos de Washington y Tel Aviv de sacrificar el régimen dictatorial para salvar el Estado: ni la CIA ni el Mossad tenían vínculos con ninguno de los nuevos líderes emergentes. Los israelíes no pudieron hallar ningún “nuevo rostro” que tuviera un seguimiento popular y que estuviera dispuesto a desempeñar el poco decoroso papel de colaborador de la opresión colonial. La CIA había estado totalmente comprometida en el uso de los servicios secretos egipcios para torturar a sospechosos de terrorismo (las “entregas extraordinarias”) y en la vigilancia de los países árabes vecinos. Como resultado, tanto Washington como Israel buscaron y promovieron el golpe militar para adelantarse a una mayor radicalización.
En última instancia el fracaso de la CIA y el Mossad para detectar y prevenir el surgimiento del movimiento democrático popular pone de manifiesto la precariedad de las bases del poder imperial y colonial. A largo plazo, no son las armas, los miles de millones de dólares, la policía secreta, ni las cámaras de tortura las que deciden la historia. Las revoluciones democráticas se producen cuando la gran mayoría de un pueblo se alza y dice “basta”, toma las calles, paraliza la economía, desmantela el Estado autoritario y exige libertad e instituciones democráticas sin la tutela imperial o la sumisión colonial.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
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