Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens y revisado por Juan Vivanco |
Durante más de una hora, el general David H. Petraeus, el embajador de EE.UU. Karl W. Eikenberry y otros altos responsables occidentales en Kabul instaron a Karzai a retrasar la prohibición de empresas privadas de seguridad. Sostuvieron que si se expulsaba a los guardias extranjeros tendrían que suspenderse proyectos de reconstrucción por un valor de miles de millones de dólares.
Sentado en su sala de conferencias ante una mesa en forma de U con tab de cleroristal, Karzai se negó a ceder a finales de octubre, según dos personas con conocimiento directo de la reunión. Insistió en que la policía y los soldados afganos podían proteger a los trabajadores de la reconstrucción, y rechazó la petición de una prórroga.
La conversación subió de tono y Karzai se enfureció. Les dijo que ahora se enfrenta a tres “enemigos principales”, los talibanes, EE.UU. y la comunidad internacional.
“Si tuviera que elegir hoy, elegiría a los talibanes”, dijo furioso.
Después de unas pocas exclamaciones de despedida, se levantó y salió de la sala con paredes recubiertas de madera.
La respuesta, y el enfrentamiento más amplio por los contratistas privados de seguridad, causaron profunda alarma entre los altos funcionarios estadounidenses en Kabul y Washington. Durante la mayor parte del año el gobierno de Obama había estado tratando de dejar de lado anteriores disputas y hacer las paces con Karzai. Pero evidentemente no tuvo éxito. Eikenberry dijo a colegas de la embajada que la relación había caído a su nivel más bajo en años.
Mientras el presidente Obama y su equipo de seguridad nacional evalúan la guerra esta semana, un elemento central de la discusión serán sus dificultades para establecer una cooperación con Karzai. A pesar de un esfuerzo concertado de importantes diplomáticos y comandantes, EE.UU. sólo ha sido capaz de lograr una efímera cordialidad con el dirigente afgano.
“Nuestra relación con él ha empeorado mucho”, dijo un alto responsable del gobierno. “Hemos pasado de una bronca cada tres meses a una bronca mensual”.
Los máximos funcionarios de EE.UU. involucrados en Afganistán están casi totalmente de acuerdo en que la conducta y el liderazgo de Karzai tienen una influencia directa sobre el resultado de la misión multinacional de contrainsurgencia. Pero se mantienen divididos sobre el modo de mejorar la relación con él, e incluso sobre si es posible lograrlo.
Los escépticos ante la estrategia afirman que sus acciones, particularmente en los seis meses transcurridos desde que el gobierno de Obama comenzó a aceptarlo como socio, demuestran que no puede ni tiene remedio. Por consiguiente, sostienen que la misión general de EE.UU. debiera reducirse, porque es imposible realizar una campaña de contrainsurgencia sin un aliado firme en el palacio presidencial de Kabul.
Los partidarios de la estrategia dudan. Algunos argumentan que EE.UU. debiera adoptar una actitud más dura con Karzai. Otros restan importancia a los reveses y los presentan como desacuerdos normales entre aliados en una situación difícil. Expresan simpatía ante sus quejas, diciendo que simplemente expresa frustración por años de mala conducción estadounidense de la guerra y el hecho de que no se reacciona adecuadamente ante sus preocupaciones.
“Karzai es culpable de provocar una crisis, pero nosotros tenemos la culpa de haber permitido que se llegue a ese punto”, dijo el alto funcionario, quien como otros entrevistados pidieron quedar en el anonimato para poder hablar francamente sobre el dirigente afgano.
Karzai ha estado oponiéndose a las firmas de seguridad privada durante cinco años y ha pedido ayuda una y otra vez al gobierno de EE.UU. para limitar las atribuciones de los guardias contratados, “pero nadie le ha hecho caso”, según su jefe de gabinete Mohammad Umer Daudzai. “Si nuestros amigos en la comunidad internacional nos hubieran ayudado desde el comienzo, no tendríamos que tomar medidas tan tajantes”.
Las disputas del presidente afgano con EE.UU. parecen indicar una diferencia más fundamental en relación con la estrategia bélica de EE.UU. Karzai insiste en que el principal problema es la infiltración de insurgentes desde Pakistán. Desde su punto de vista, las fuerzas de EE.UU. se deberían concentrar en la frontera, no en operaciones en aldeas afganas, que considera demasiado hostiles y perjudiciales.
“Lucharemos con ustedes contra el terrorismo. Pero el terrorismo no invade hogares afganos”, dijo en una reciente entrevista. Las tropas estadounidenses, dijo, harían mejor en concentrarse en “actividades necesarias a lo largo de la frontera”.
Los estadounidenses sostienen que el conflicto es impulsado por rivalidades tribales, una distribución poco equitativa del poder en el ámbito local y el hecho de que el gobierno no asegura ni siquiera los servicios más básicos. Por eso la solución estadounidense es una estrategia exhaustiva de contrainsurgencia para mejorar la seguridad y la autoridad.
En sus estallidos de cólera, Karzai “nos está enviando un mensaje”, dijo un alto funcionario militar de EE.UU. “Y ese mensaje es: ‘No creo en la contrainsurgencia’”.
Enojado y malentendido
La reunión de octubre con Petraeus y Eikenberry no fue la primera vez en la que Karzai amenazó con ponerse de parte de los talibanes. Lo hizo en un discurso de marzo ante el parlamento, pronunciado días después de que Obama concluyera su primer viaje presidencial a Kabul.
Karzai estaba enojado por los comentarios del entonces Consejero Nacional de Seguridad, James Jones, quien afirmó que el dirigente afgano no hacía lo suficiente por cumplir compromisos que había hecho en su segundo discurso de toma de posesión; promesas que influyeron en la decisión de Obama del año pasado de enviar 30.000 soldados más al país.
Durante las semanas siguientes los funcionarios de la Casa Blanca se plantearon si su estrategia de endurecimiento frente a Karzai –una actitud que habían tomado desde que Obama llegara al poder– estaba fracasando. En abril, Obama optó por un camino diferente y dio la orden terminante a su equipo de seguridad nacional de tratar con más respeto a Karzai en público.
La relación mejoró durante cierto tiempo. Fue más o menos cuando Karzai supo que el entonces comandante de las fuerzas de la coalición, general Stanley A. McChrystal, había decidido no tratar de destituir a su medio hermano Ahmed Wali Karzai de su influyente puesto en Kandahar, a pesar de los persistentes rumores de corrupción y de conexiones con el narcotráfico.
Karzai forjó una relación más estrecha con McChrystal que con cualquiera de sus predecesores. Poco después de su llegada a Kabul, McChrystal endureció las reglas de los ataques aéreos, en un esfuerzo por reducir las víctimas civiles. Cuando los marines de EE.UU. quisieron penetrar en Marja, un bastión talibán de la provincia Helmand, el general fue a hablar sobre el plan con Karzai y le dijo: “Señor, esto es para que usted lo apruebe”, según una persona familiarizada con la conversación.
Cuando McChrystal fue llamado a la Casa Blanca después que un artículo en una revista citara comentarios irrespetuosos, suyos y de sus subalternos, sobre funcionarios del gobierno de Obama, Karzai salió en defensa del general. No sirvió de nada.
Cuando Petraeus llegó a principios de julio como nuevo comandante, trató de continuar por el mismo camino emprendido por McChrystal. Instó enérgicamente a Karzai, en su primera reunión, a aprobar la creación de fuerzas armadas de defensa de aldeas, una iniciativa controvertida de la que McChrystal casi había convencido a Karzai. Pero el dirigente afgano respondió coléricamente. Se negó a apoyar el programa y, en lugar de hacerlo, sermoneó a Petraeus sobre las preocupaciones afganas respecto a las milicias, según funcionarios estadounidenses y afganos conocedores de la reunión.
A fines de julio las tensiones aumentaron una vez más cuando un miembro de la fuerza de tareas afgana contra la corrupción que trabaja en estrecha colaboración con investigadores del FBI detuvo a uno de los asistentes de Karzai por el delito de soborno. Karzai ordenó rápidamente que lo dejaran en libertad y acusó a los que lo habían detenido en una incursión nocturna en su casa, de utilizar tácticas “reminiscentes de los días de la Unión Soviética”.
Mientras los diplomáticos y comandantes estadounidenses en Kabul estaban encarando las consecuencias de ese caso, Karzai se inquietaba por otro asunto: la impunidad de los contratistas privados de seguridad que operan en su país. En julio un vehículo todoterreno conducido por guardias privados estuvo involucrado en una colisión en Kabul que causó la muerte de un afgano. El incidente, que provocó una protesta y gritos de “¡Muera EE.UU.!”, tocó un punto sensible del presidente.
El mes siguiente publicó un decreto que ordenaba la disolución antes de fin de año de todas las fuerzas privadas de seguridad.
Los diplomáticos estadounidenses supusieron que terminaría por dar marcha atrás, porque la prohibición de guardias privados cerraría embajadas, impediría convoyes de abastecimiento militar y obligaría a la Agencia de Desarrollo Internacional de EE.UU. [USAID] a cesar trabajos de proyectos de reconstrucción por un valor de miles de millones de dólares.
Pero los diplomáticos no comprendieron la profundidad de su cólera y su creencia en que los miles de millones en ayuda extranjera que fluyen hacia Afganistán causan más daño que beneficio.
“Podríamos haberlo escuchado entonces”, dijo un alto diplomático estadounidense. “Pero nadie lo tomó en serio”.
Firme respecto a los contratistas
Durante semanas, la embajada de EE.UU. y los cuarteles militares de la coalición esperaron que Karzai revocara su orden, o por lo menos que creara una excepción lo suficientemente grande para que los contratistas pasaran por ella con sus vehículos blindados.
El presidente revisó la prohibición, exceptuando a los guardias de las embajadas y a los convoyes militares, pero se mantuvo firme respecto a los contratistas privados que protegen a trabajadores del desarrollo. Los acusó de ser responsables de “explosiones y terrorismo”, y culpó al gobierno de EE.UU. de financiar empresas de seguridad que “envían dinero para asesinar gente en este país”.
La posición de Karzai desconcertó a los funcionarios estadounidenses de Kabul y Washington. Los responsables militares de EE.UU. trataron de determinar si un acuerdo de contrapartida impulsaba la decisión. Varios parientes y aliados políticos de Karzai tienen grandes intereses en empresas privadas de seguridad del sur de Afganistán. A pesar de que la orden también les afectaba a ellos, parecía que algunos se estaban preparando para adaptarse a las nuevas reglas y salir beneficiados.
En la provincia Uruzgán, Matiullah Khan, jefe de una poderosa milicia que tiene un monopolio sobre la protección de convoyes de suministro y el tráfico general de camiones desde Kandahar, estaría maquinando para convertir su fuerza de 2.000 hombres en una recién creada unidad de policía de tráfico. Según funcionarios occidentales conocedores del asunto, pasaría a ser general de policía y sus hombres recibirían salarios y uniformes.
Pero, dijeron los funcionarios, es muy poco probable que los contratistas militares y los comerciantes privados dejen de pagar la protección de Matiullah una vez que sus hombres sean miembros de la policía.
"Es una maniobra en la que Matiullah y Karzai no pueden salir perdiendo”, dijo un funcionario occidental en Afganistán meridional. “El presidente puede decir que ha prohibio las firmas privadas de seguridad, y el señor de la guerra, su aliado, se enriquece”.
Pero aparte del caso Matiullah, los funcionarios estadounidenses no han podido detectar un intento sistemático de consolidar negocios de parientes y aliados del presidente. La principal motivación parece ser su creencia profundamente arraigada de que los miles de millones en gastos de reconstrucción dañan más de lo que ayudan.
“Sabemos que algunos proyectos podrán demorarse. Sabemos que algunos proyectos podrán suspenderse”, dijo Daudzai. “Pero vale la pena, porque la alternativa [retener los contratistas privados de seguridad] es aún más peligrosa”.
No es un ‘títere’
El desacuerdo brindaba la ocasión de utilizar diplomacia estadounidense de alto nivel, pero los dos principales responsables de la relación civil con Karzai, Eikenberry y el enviado especial Richard Holbrooke, no se llevan bien con él ni entre ellos mismos. Ninguno de los dos pudo persuadir a Karzai para que cediera en sus discusiones iniciales.
Ciertos responsables del Departamento de Estados que simpatizan con Holbrooke acusaron a Eikenberry y a su personal de haber tardado en comprender el problema. Algunos funcionarios de la embajada, por su parte, acusaron a Holbrooke de no ayudar lo suficiente.
“El principal problema en nuestra relación con Karzai es que no tenemos diplomáticos que tengan una verdadera relación con él”, dijo un funcionario militar de EE.UU. en Kabul.
Al final tuvo que intervenir la secretaria de Estado, Hillary Rodham Clinton. Varios funcionarios estadounidenses relacionan una suavización de la postura de Karzai con su intervención.
Karzai acabó suavizando la prohibición y excluyó a las empresas de desarrollo, pero no antes que la crisis dominara durante semanas la agenda en la embajada de EE.UU. y en la misión de USAID, dejando en segundo plano otros asuntos. USAID se vio obligada a elaborar detallados planes alternativos, un esfuerzo que según un empleado consumió “miles de horas-persona”.
En cuanto se llegó a un compromiso, Karzai creó otro problema al decir que EE.UU. debería “reducir las operaciones militares” y terminar las incursiones de Operaciones Especiales, a pesar de las señales de que las fuerzas de EE.UU. habrían hecho progresos contra los talibanes en los últimos meses. Estas observaciones provocaron una acalorada respuesta de Petraeus y volvieron a plantear dudas en Kabul y Washington sobre la voluntad de Karzai de sacar adelante a su país.
Cuando se le preguntó si se considera socio de EE.UU., Karzai dijo: “depende de cómo definan a un socio en EE.UU.”
“Hablaré por Afganistán, y hablaré por el interés afgano, pero postularé ese interés afgano en conexión y junto con un interés estadounidense y en cooperación con EE.UU.”, dijo. “En otras palabras, si buscáis un títere y llamáis socio a un títere, no. Si buscáis un socio, sí.”
……….
Rajiv Chandrasekaran, autor de Imperial Life in the Emerald City: Inside Iraq's Green Zone es editor asociado de The Washington Post. Ocupa este año en una misión especial concentrada en la información sobre los esfuerzos del gobierno de EE.UU. por estabilizar Iraq.
Fuente: http://www.washingtonpost.com/
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