Balance de veinte años del Tratado de Libre Comercio de América del Norte
A
veinte años de la implementación del TLCAN, el actual gobierno mexicano, lo
mismo que los funcionarios que en su momento llevaron a cabo las negociaciones,
coinciden en señalar que más allá de algunas “fallas menores”, representa un “éxito”
y expresan su intención de incorporar a nuestro país al Acuerdo Estratégico
Trans-Pacífico de Asociación Económica (TPP).
Era
de esperar que luego de la recesión generalizada que se inició en el 2008, y
que no ha terminado del todo, ocasionada por la desregulación del sector
financiero-especulador y la sobreproducción relativa de mercancías, el
encarecimiento de los alimentos y de los “commodities” (materias primas), de la
crisis medioambiental y de la urgencia de impulsar la transición hacia energías
limpias, los organismos financieros internacionales dieran un golpe de timón
para corregir el rumbo de la economía mundial, pero obstinadamente insisten en recetarnos
la misma medicina de antes. Continuar impulsando una globalización a la medida
de los intereses de capital y arrastrándonos a la jungla del capitalismo
salvaje.
El
simple hecho de que el crecimiento económico de México en los últimos veinte
años apenas rebase el 2% anual, mucho menor que el resto de los países
latinoamericanos, es una clara indicación de que el Tratado de Libre Comercio
para América del Norte (TLCAN), no está funcionando para lo que supuestamente
fue creado: impulsar el crecimiento de la economía y mejorar el bienestar de la
población.
La
Balanza de Pagos de las dos últimas décadas, que registra nuestro intercambio
comercial y financiero con el resto del mundo, demuestra que nuestra economía
se dirige a un naufragio a pesar de las supuestas bondades que nos ofrece la
apertura comercial indiscriminada. Tan solo de 2002 al 2011, la Cuenta Corriente
(que mide nuestro intercambio comercial con el mundo), acumuló un déficit de
-78 mil 855 millones de dólares, a pesar de las decenas de miles de millones de
dólares que obtuvimos por la venta de petróleo en esa misma década. Por
ejemplo, en el año de 2010, obtuvimos ingresos petroleros por casi 40 mil
millones de dólares y aun así el déficit comercial fue de 3,009 millones de
dólares. Hasta ahora el desastre se ha podido evitar con nuevo endeudamiento
externo (67 mil 520 millones de dólares en el mismo periodo) y cuya deuda total
hoy llega a los 7 billones 300 mil millones de pesos; inversión extranjera
directa (225 mil 495 millones de dólares); e inversión especulativa, de cartera
le llaman, por 81 mil 037 millones de dólares. Somos la viva imagen del
náufrago al que le amarran una cuerda al cuello para “rescatarlo”. ¿Qué será de
nuestra economía una vez que las trasnacionales se apropien de nuestra renta
petrolera?
Desde
antes de la puesta en marcha del TLCAN, denunciábamos que su principal
aberración era establecer reglas iguales para países desiguales. Poner a competir
a agricultores y pequeños empresarios mexicanos –de un país semidesértico,
escasos recursos financieros y tecnológicos-, con sus similares de Estados
Unidos y Canadá, era como enfrentar a soldados pertrechados con rifles contra arcos
y flechas. Además los Estados Unidos han venido violando dicho
Tratado, como en caso de atún, el aguacate y el transporte, sin que la sumisa
clase dirigente mexicana asuma una firme posición en defensa del interés
nacional. En consecuencia presenciamos una nueva recolonización de México
-expresada en el avasallamiento de sus agricultores, de pequeñas y medianas
empresas e incluso de algunas grandes corporaciones (como Cemex, Banamex,
Modelo)-, y la inminente pérdida de sus principales recursos estratégicos (mineros
y energéticos). México es hoy un país menos soberano que hace veinte años, con
todas las nefastas consecuencias que de ello se derivan.
El
TLCAN también ha sido un desastre para la clase trabajadora de los tres países
involucrados. La de Estados Unidos y Canadá por la pérdida de empleos causada
por el desplazamiento de empresas a México y la presión sobre sus salarios ante
la amenaza patronal de trasladar sus empresas a nuestro país o a otras partes
del mundo.
En
México, la industria tradicional -erigida durante la sustitución de
importaciones para abastecer al mercado local- ha sido reemplazada por el auge
de las maquilas, en las zonas francas. Este tipo de fábricas jerarquizan la
exportación y operan a través de redes adaptadas a las normas de la acumulación
flexible. Comenzaron con la textil y la electrónica, se expandieron a la rama
automotriz y ya representan el 20% del PIB mexicano. En la frontera de Estados
Unidos se ubica la localización emblemática de este modelo. Las 50 plantas
iniciales (1965) se multiplicaron a 3,000 fábricas mellizas (2004), asentadas a
ambos lados de la zona limítrofe. Al desenvolverse como ensambladoras con
reducida calificación laboral, estas fábricas contienen muchos rasgos de la
especialización básica que afecta a toda la economía latinoamericana. Su
principal insumo es la baratura de la fuerza de trabajo. Las empresas lucran
con el reclutamiento de trabajadores provenientes de las zonas rurales y
criminalizan la sindicalización. Mientras que la productividad se asemeja a los
niveles vigentes en las casas matrices, los salarios son diez o más veces
inferiores a la media estadounidense y se ubican por debajo del sector
agremiado mexicano.
Desde
la entrada en operación del TLCAN los trabajadores mexicanos hemos sufrido una
pérdida del poder adquisitivo del 80 por ciento; un desempleo y subempleo (el
real y no el imaginario de las cifras oficiales) que alcanza al 38% de la
población; un crecimiento de la pobreza y extrema pobreza que abarca al 60% de
la población y la reducción significativa de las clases medias; la emigración
forzada de millones de mexicanos hacia a los Estados Unidos; el ingreso a las
filas de la delincuencia de decenas de miles de desempleados y la irracional
destrucción del medio ambiente. Ciertamente, no podemos culpar al TLCAN de todo
este desastre, pero nadie puede negar que ha sido una pieza clave para
lograrlo.
Para
facilitar los anteriores objetivos, el gobierno mexicano ha emprendido una
ofensiva brutal para destruir lo poco que queda del sindicalismo auténtico y
democrático en nuestro país y criminalizar la protesta social. El caso del
Sindicato Minero, del Mexicano de Electricistas, de Mexicana de Aviación y
ahora de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE), son
ejemplos contundentes de que en México la libertad sindical ha dejado de
existir.
De
la mano de las concesiones mineras, petroleras y de generación eléctrica, la
minería a cielo abierto, la explotación petrolera y de gas por fractura
hidráulica, los megaproyectos hidráulicos, eólicos, turísticos, inmobiliarios,
de vivienda y demás, estamos presenciando la mayor destrucción del medio ambiente
de toda nuestra historia. Por todo el país están surgiendo movilizaciones de
comunidades urbanas, rurales e indígenas que defienden su integridad
territorial y su derecho a vetar cualquier acción que perjudique su entorno
ambiental.
Las
organizaciones del campo realizan constantes movilizaciones demandando la
abrogación del capítulo agropecuario del TLCAN e iniciar una política de Estado
para impulsar la autosuficiencia alimentaria, nacional y regional, con pequeños
y medianos productores, un nuevo modelo de producción sustentable de alimentos orgánicos,
sin transgénicos, insecticidas y sin monopolios. Mejorar el bienestar del
campesino mexicano debe ser una prioridad nacional.
El
TLCAN -lo mismo que los demás “Tratados de Libre Comercio”, incluido el Acuerdo
Estratégico Trans-Pacífico de Asociación Económica (en inglés: Trans-Pacific
Strategic Economic Partnership o Trans-Pacific Partnership, TPP)-, son producto
de negociaciones a espaldas de las sociedades de sus respectivos países. Son
antidemocráticos de origen y se han convertido en una Ley Supranacional, que
solo favorece los intereses de las naciones imperialistas y de los grandes
monopolios trasnacionales. Profundizan las asimetrías entre las naciones
desarrolladas y subdesarrolladas y las desigualdades sociales en el mundo. Por
lo tanto deben ser radicalmente reformados o, de plano, cancelados. Es
necesario construir una nueva arquitectura global basada en un intercambio
justo entre naciones desarrolladas y subdesarrolladas, reducir la brecha entre
ricos y pobres e igualar, hacia arriba, las condiciones de vida y de trabajo de
todos los trabajadores del mundo.
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