Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens |
Fue la Guerra de Iraq, y EE.UU. fue el visitante no invitado que no quería irse a casa. En el último segundo, a pesar de la repetida promesa del presidente Obama de que todas las tropas estadounidenses iban a partir, a pesar de un acuerdo firmado por el gobierno iraquí con el gobierno de George W. Bush en 2008, los comandantes militares de EE.UU. siguieron cabildeando y Washington siguió negociando para que entre 10.000 y 20.000 soldados estadounidenses permanecieran en el país como consejeros y entrenadores.
Solo cuando los iraquíes simplemente se negaron a garantizar a esos soldados la inmunidad contra la ley local los últimos estadounidenses comenzaron a cruzar la frontera hacia Kuwait. Solo entonces los máximos funcionarios de EE.UU. comenzaron a saludar lo que nunca habían querido: el fin de la presencia militar estadounidense en Iraq, como si marcara una era de “logros”. También comenzaron a elogiar como si fuera un triunfo su propia “decisión” de partir, y proclamaron que los soldados partían –dijo el presidente– con “sus cabezas bien altas”.
En la ceremonia final de arriar la bandera en Bagdad, claramente hecha para el consumo interno de EE.UU. y con buena asistencia del cuerpo de prensa estadounidense y no de funcionarios iraquíes o de los medios locales, el secretario de Defensa Leon Panetta habló del logro del “éxito decisivo”. Aseguró a los soldados que partían que habían sido una “fuerza impulsora de un progreso notable” y que podían abandonar orgullosamente el país “seguros de saber que vuestro sacrificio ha ayudado al pueblo iraquí a comenzar un nuevo capítulo en la historia, libre de tiranía y pleno de esperanza de prosperidad y paz”. Más adelante en su viaje por Medio Oriente, al hablar del coste humano de la guerra, agregó: “Pienso que el precio valió la pena”.
Finalmente los últimos de esos soldados realmente “volvieron a casa”, si la palabra “casa” es suficientemente amplia para incluir no solo bases en EE.UU., sino también guarniciones en Kuwait, en otros sitios en el Golfo Pérsico, y antes o después en Afganistán.
El 14 de diciembre en Fort Bragg, Carolina del Norte, el presidente y su esposa dieron una bienvenida conmovedora a los veteranos de guerra retornados de la 82 División Aerotransportada y otras unidades. Algunos portaban pintorescas boinas color marrón, y también vitorearon de modo pintoresco al hombre que otrora dijo que la guerra era “estúpida”. Pensando indudablemente en su campaña en 2012, el presidente Obama también habló emotivamente de “éxito” en Iraq, y de “beneficios”; de su orgullo por los soldados, de la “gratitud” del país hacia ellos, de los espectaculares logros así como de los días duros vividos por “la mejor fuerza combatiente de la historia del mundo”, y de los sacrificios de nuestros “guerreros heridos” y “héroes caídos”.
Elogió “un extraordinario logro gestado en nueve años” y describió su partida como sigue: “Por cierto, todo lo que los soldados estadounidenses han hecho en Iraq –todos los combates y todas las muertes, el desangramiento y la construcción, el entrenamiento y la cooperación– todo ello ha llevado a este momento de éxito… Dejamos atrás un Iraq soberano, estable e independiente, con un gobierno representativo elegido por su pueblo”.
Y estos temas –incluyendo los “beneficios” y los “éxitos”, así como el orgullo y la gratitud que supuestamente deben sentir los estadounidenses hacia sus tropas– fueron recogidos por los medios y diversos expertos. Al mismo tiempo, otras noticias destacaban la posibilidad de que Iraq estuviera cayendo en un nuevo infierno sectario, alimentado por unas fuerzas armadas creadas por EE.UU. pero en su mayor parte chiíes, en un país en el cual los ingresos por el petróleo apenas excedieron los niveles de la era de Sadam Hussein, en una capital que todavía tiene solo unas horas de electricidad diarias y que fue rápidamente afectada por una serie de atentados con bombas y por suicidas de un grupo afiliado a al Qaida (inexistente antes de la invasión de 2003), incluso mientras aumentaba la influencia de Irán y la de Washington se desgastaba silenciosamente.
Una sociedad consumista en guerra
Es verdad que si se buscaran victorias a bajo coste en una guerra de casi un billón de dólares esta vez, como señalaron diversos periodistas y expertos, los diplomáticos de EE.UU. no se apresuraron a tomar el último helicóptero en el tejado de la embajada en medio del caos y de barriles de dólares en llamas. En otras palabras, no fue Vietnam y, como todos saben, ésa fue una derrota. De hecho, como señalaron otros artículos, nuestra –como no se ha encontrado una palabra adecuada baste con– retirada, fue una magnífica proeza de ingeniería inversa, digna de una fuerza que no tuvo igual en el planeta.
Incluso el presidente lo mencionó. A fin de cuentas, después de haber llevado lo que parecía ser gran parte de EE.UU. a Iraq, abandonarlo no era una tarea desdeñable. Cuando los militares de EE.UU. comenzaron a despojar las 505 bases que habían construido en ese país al coste de cantidades multimillonarias desconocidas de dineros públicos, abandonaron equipamiento ya no deseado por 580 millones de dólares en manos iraquíes. Y a pesar de ello todavía lograron embarcar a Kuwait, a otras guarniciones en el Golfo Pérsico, a Afganistán, e incluso a pequeñas ciudades en EE.UU., más de dos millones de artículos que iban de chalecos antibalas a inodoros portátiles. Estamos hablando del equivalente de 20.000 camiones repletos.
No es sorprendente, considerando la sociedad de la que provienen, que los militares de EE.UU. libren un estilo de guerra de consumo intensivo y por ello, solo en términos comerciales, la partida de Iraq fue una retirada memorable. Tampoco debemos olvidar los trofeos que se llevaron los militares, incluyendo una vasta base de datos de impresiones digitales y de escaneos de retinas de aproximadamente un 10% de la población iraquí. (Un programa similar sigue existiendo en Afganistán.)
En cuanto al “éxito”, Washington tuvo mucho más que eso. Después de todo, planea mantener una embajada en Bagdad tan gigantesca que deja chica a la embajada de Saigón de 1973. Con un contingente de entre 16.000 y 18.000 personas, incluyendo una fuerza de unos 5.000 mercenarios armados (suministrados por contratistas privados de seguridad como Triple Canopy con su contrato del Departamento de Estado por 1.500 millones de dólares), la “misión” deja chica cualquier definición normal de “embajada” o “diplomacia”.
Solo en 2012 está previsto que gastarán 3.800 millones de dólares, un tercio de eso en un programa de entrenamiento de la policía muy criticado. Únicamente un 12% de esa cantidad llegará efectivamente a la policía iraquí.
A pesar de todo, dejando de lado los eufemismos y la retórica reverberante, y si se quiere como simple medida de la profundidad de la debacle de EE.UU. en el corazón petrolero del planeta, hay que considerar cómo abandonó Iraq la última unidad de la tropa estadounidense. Según Tim Arango y Michael Schmidt del New York Times, salió a las 2:30 de la madrugada en medio de la noche. Ningún helicóptero en los tejados, pero 110 vehículos salieron a oscuras de la Base Adder de Operación de Contingencia. El día antes de su partida, según los periodistas del Times, se ordenó a los intérpretes de la unidad que llamaran a funcionarios iraquíes locales y a jeques con los que los estadounidenses tenían estrechas relaciones e hicieran planes para el futuro, como si todo fuese a continuar a su ritmo usual la semana siguiente.
En otras palabras, se quería que los iraquíes despertaran a la mañana siguiente y vieran que sus compañeros extranjeros se habían ido, sin despedirse siquiera. Da una idea de la confianza que la última unidad estadounidense sentía respecto a sus mejores aliados locales. Después de ‘conmoción y pavor’, la toma de Bagdad, el momento de la misión cumplida y la captura, juicio y la ejecución de Sadam Hussein, después de Abu Ghraib y la sangría de la guerra civil, después de la ‘oleada’ y el movimiento del Despertar Suní, y de los dedos marcados con tinta púrpura (las elecciones, N. de T.) y los fondos de reconstrucción desaparecidos, después de todas las matanzas y los muertos, los militares de EE.UU. se escabulleron hacia la oscuridad sin una palabra.
Sin embargo, si necesitáramos una o dos palabras para describir todo el asunto, algo menos elegantes que las que circulan actualmente, “debacle” y “derrota” podrían satisfacer los requisitos. Los militares de la autoproclamada mayor potencia del planeta Tierra, cuyos dirigentes consideraron un día que la ocupación de Oriente Medio sería la clave de la futura política global y planificaron el mantenimiento de tropas en Iraq durante generaciones, tuvieron que salir corriendo. Debería considerarse bastante asombroso.
Si se considera directamente lo que pasó en Iraq se sabrá que estamos en un nuevo planeta.
Redoblando la debacle
Por cierto, Iraq solo fue una de nuestras invasiones-convertidas-en-
Por grande que haya sido la hazaña de crear la infraestructura de una ocupación militar y la guerra en Iraq, y luego equipar y abastecer a una masiva fuerza militar en ese país año tras año, no fue nada en comparación con lo que EE.UU. tuvo que hacer en Afganistán. Algún día, la decisión de invadir ese país, ocuparlo, construir más de 400 bases, llevar otros 60.000 o más soldados, masas de contratistas, agentes de la CIA, diplomáticos y otros funcionarios civiles, y luego presionar a un débil gobierno local para que permitiera que EE.UU. se quedara más o menos perpetuamente, se interpretarán como acciones ilusorias de un Washington incapaz de evaluar los límites de su poder en el mundo.
Hablando de curvas de aprendizaje: después de ver el fracaso de su país en una gran guerra en el continente asiático tres décadas antes, los dirigentes de EE.UU. se convencieron de alguna manera de que nada estaba fuera de la gesta militar de la “única superpotencia”. De modo que enviaron a más de 250.000 soldados estadounidenses (junto con todos esos Burger Kings, Subways, y Cinnabons) a dos guerras terrestres en Eurasia. El resultado ha sido otro capítulo de una historia de derrotas estadounidense, esta vez de una potencia que, a pesar de sus pretensiones, no solo era más débil que en la era de Vietnam, sino mucho más débil de lo que sus dirigentes eran capaces de imaginar.
Se pensaría que, después de ver el desarrollo de esa doble debacle durante una década, podría haber una estampida a fondo hacia las salidas. Y sin embargo no se prevé que la reducción de las tropas de “combate” de EE.UU. en Afganistán se complete hasta el 31 de diciembre de 2014 (y se planea que se queden miles de consejeros, entrenadores, y fuerzas de operaciones especiales); el gobierno de Obama sigue negociando febrilmente con el gobierno del presidente afgano Hamid Karzai un acuerdo que –sean cuales sean los eufemismos elegidos– permita el estacionamiento de guarniciones durante años; y, como en Iraq en 2010 y 2011, los comandantes estadounidenses están cabildeando abiertamente a favor de un programa de retirada aún más lento.
De nuevo como en Iraq, de cara a lo obvio, la palabra oficial no podría ser más aterciopelada. A mediados de diciembre, el secretario de Defensa Leon Panetta dijo a soldados estadounidenses de primera línea en ese país que estaban “ganando” la guerra. Nuestros comandantes allí siguen alardeando de “progreso” y “beneficios”, así como de un debilitamiento del control de los talibanes en el área central de los pastunes en Afganistán meridional, gracias a la inundación de la región con tropas estadounidenses y continuos y devastadores ataques nocturnos de las fuerzas de operaciones especiales de EE.UU.
No obstante, la verdadera historia de Afganistán sigue siendo lúgubre para una distorsionada ex superpotencia –como lo ha sido desde que su ocupación resucitó a los talibanes, el movimiento popular menos popular imaginable-. Típicamente, la ONU calculó recientemente que “sucesos relacionados con la seguridad” en los primeros 11 meses de 2011 aumentaron un 21% sobre el mismo período de 2010 (lo que fue desmentido por la OTAN). De la misma manera, se están lanzando aún más recursos en un interminable esfuerzo de fortalecer y entrenar a fuerzas de seguridad afganas. Casi 12.000 millones de dólares se invirtieron en el proyecto en 2011 y se estima una suma similar para 2012, y sin embargo esas fuerzas todavía no pueden operar independientemente, ni combaten de un modo particularmente efectivo (aunque sus oponentes talibanes tienen pocos problemas semejantes).
Policías y soldados afganos siguen desertando en masa y el general estadounidense a cargo de la operación de entrenamiento sugirió el año pasado que, para tener una mínima probabilidad de éxito, ésta tendría que extenderse por lo menos hasta 2016 o 2017. (Olvidad por un momento que un gobierno afgano empobrecido será incapaz de apoyar o financiar las fuerzas que se creen como resultado.)
Los talibanes, de base pastuna, se han replegado, como toda fuerza guerrillera clásica, ante las abrumadoras fuerzas armadas de una gran potencia, pero es obvio que todavía tienen un control significativo sobre el campo en el sur, y el año pasado sus actos de violencia se han extendido cada vez más profundamente hacia el norte no-pastún. Y si las fuerzas de EE.UU. en Iraq no confían en sus socios locales en el momento de partir, los estadounidenses en Afganistán tienen muchos motivos para sentirse mucho más nerviosos. Afganos en uniformes de la policía o del ejército –algunos entrenados por los estadounidenses o la OTAN, otros posiblemente guerrilleros talibanes vestidos de uniformes comprados en el mercado negro– han vuelto regularmente sus armas contra sus aliados putativos en lo que denominan “violencia verde contra azul”. A finales de 2011, por ejemplo, un soldado del ejército afgano disparó y mató a dos soldados franceses. Poco antes, varios soldados de la OTAN fueron heridos cuando un hombre en uniforme del ejército afgano abrió fuego contra ellos.
Mientras tanto, la cantidad de tropas de EE.UU. comienza a disminuir; por cierto, sus aliados de la OTAN parecen inestables; y los talibanes, a pesar de sus vicisitudes, indudablemente sienten que el tiempo está de su parte.
Dependencia de la gentileza de extraños
Por débiles que parezcan los diversos grupos que componen los talibanes, no puede caber duda de que se preparan para sobrevivir exitosamente a la mayor potencia militar de nuestros tiempos. Y, cuidado, nada de esto hace más que tocar la debacle en la que se podría convertir la Guerra Afgana. Si se quiere juzgar la dimensión de la demencia de la guerra estadounidense (y medir el desvanecimiento del poder global de EE.UU.), ni siquiera vale la pena mirar a Afganistán. En su lugar, hay que estudiar las líneas de abastecimiento que conducen a ese país.
Después de todo, Afganistán es un país de Asia Central sin salida al mar. EE.UU. está a miles de kilómetros de distancia. No existen gigantescos puertos con bases como en la Bahía Cam Ranh en Vietnam del Sur en los años sesenta, para llevar aprovisionamiento. Para Washington, aunque los guerrilleros a los que se opone van a la guerra con poco más que la ropa que llevan puesta, sus propios militares es otra cosa. Desde comidas a blindaje corporal, suministros para la construcción y municiones, necesita un masivo –y muy costoso– sistema de suministro. También tragan combustible como un borracho bebe alcohol y han gastado más de 20.000 millones de dólares al año en Afganistán e Iraq solo en aire acondicionado.
Para mantenerse en buenas condiciones, deben depender de enrevesadas líneas de aprovisionamiento de miles de kilómetros. Por este motivo, EE.UU. no es el árbitro de su propia suerte en Afganistán, aunque parece que esto ha pasado desapercibido durante años.
De todas las guerras poco prácticas que puede librar un imperio en decadencia, la afgana puede ser la menos práctica de todas. Hay que reconocer que en el caso de la Unión Soviética, por lo menos su “herida sangrante” –el calificativo que usó Mijail Gorbachov al hablar de su debacle afgana en los años ochenta– estaba convenientemente cerca. Para los casi 91.000 soldados estadounidenses que están ahora en ese país, sus 40.000 homólogos de la OTAN y miles de contratistas privados, los suministros que posibilitan la guerra solo pueden llegar a Afganistán por tres caminos: tal vez un 20% llega por aire a un coste astronómico; más de un tercio llega por la ruta más corta y barata, a través del puerto paquistaní de Karachi, por camión o tren hacia el norte, y luego por camión pasando por estrechos desfiladeros en las montañas; y tal vez un 40% (solo permiten suministros “no letales”) a través de la Red de Distribución del Norte (NDN).
La NDN no se desarrolló completamente hasta principios de 2009, cuando quedó claro tardíamente en Washington que Pakistán posee un control potencial sobre el esfuerzo bélico estadounidense. Atravesando por lo menos 16 países y utilizando casi todos los medios de transporte imaginables, la NDN incluye realmente tres rutas, dos de ellas vía Rusia, que transportan prácticamente todo a través del cuello de botella del corrupto y autocrático Uzbekistán.
En otras palabras, solo para librar su guerra, Washington ha tenido que depender de la gentileza de extraños, en este caso, Pakistán y Rusia. Una cosa es cuando una superpotencia o gran potencia en ascenso echa su suerte con países que podrán no ser aliados naturales; es una historia muy diferente cuando lo hace una potencia en decadencia. Los dirigentes rusos ya hacen ruidos sobre la viabilidad de la ruta septentrional si EE.UU. sigue contrariándolos con respecto a la ubicación de su eventual sistema europeo de defensa de misiles.
Pero el psicodrama más inmediato de la Guerra Afgana se encuentra en Pakistán. Allí, la masiva operación de reabastecimiento ya causa un importante escándalo. Se estimó, por ejemplo, que en 2008, un 12% de todos los suministros que iban de Karachi a la Base Aérea Bagram se perdieron en algún sitio por el camino. En lo que el jefe de policía de Karachi llamó “la madre de todos los timos” 29.000 embarques de suministros estadounidenses han desaparecido después de descargarlos en ese puerto.
En los hechos, todo el sistema de suministro –junto con la seguridad local y los acuerdos de protección y los sobornos a diversos grupos que forman parte integral de ellos en ruta– ha ayudado evidentemente a financiar y abastecer a los talibanes, así como a surtir todos los bazares del camino y apoyar a señores de la guerra locales y a pillos de todo tipo.
Recientemente, en respuesta a los ataques aéreos que mataron a 24 de sus soldados fronterizos, la dirigencia paquistaní obligó a los estadounidenses a abandonar la base aérea Shamsi, donde la CIA realizaba algunas de sus operaciones de drones, presionó a Washington para que detuviera por lo menos transitoriamente su campaña aérea de drones en las áreas fronterizas de Pakistán, y cerró los cruces en las fronteras por las cuales debe pasar todo el sistema de abastecimiento estadounidense. Siguen cerrados casi dos meses después. A largo plazo, la guerra estadounidense simplemente no puede librarse en esas condiciones.
Aunque es probable que esos cruces se vuelvan a abrir después de una importante renegociación de las relaciones entre EE.UU. y Pakistán, el mensaje no podría ser más obvio. Las guerras de Iraq y Afganistán, así como en esas áreas fronterizas de Pakistán, no solo han afectado el tesoro de EE.UU., sino que además han sacado a la luz la relativa impotencia de la “única superpotencia”. Hace diez (o incluso cinco) años, los paquistaníes simplemente no se habrían atrevido a tomar decisiones semejantes.
El poder de los militares estadounidenses era amenazadoramente impresionante, pero solo hasta que George W. Bush apretó dos veces el gatillo. Al hacerlo, reveló al mundo que EE.UU. no podía ganar guerras terrestres distantes contra enemigos minimalistas o imponer su voluntad a dos países débiles en el Gran Oriente Medio. También sacó a la luz otra realidad, incluso si se tardó en comprender: ya no vivimos en un planeta en el cual es obvio cómo convertir las inmensas ventajas de la tecnología militar en cualquier otro tipo de poder.
En el proceso, todo el mundo pudo ver lo que es EE.UU.: la otra potencia de la Guerra Fría en decadencia. El estado de dependencia de Washington en el continente eurasiático ahora está bastante claro, lo que quiere decir que, no importa a qué “acuerdos” se llegue con el gobierno afgano, el futuro en ese país no es estadounidense.
Durante la última década, EE.UU. ha recibido una lección repetitiva cuando se trata de guerras terrestres en el continente eurasiático: no las inicie. Esta vez, la debacle de la inminente doble derrota no podría ser más obvia. La única pregunta que sigue existiendo es hasta qué punto será humillante la futura retirada de Afganistán. Cuanto más tiempo se quede EE.UU., más devastador será el golpe a su poder.
En principio no debería ser necesario decir todo esto y sin embargo, al comenzar 2012, con la temporada política que se aproxima, no es menos dolorosamente obvio que Washington será incapaz de terminar pronto la Guerra Afgana.
En el punto álgido de lo que parecía un éxito en Iraq y Afganistán, los funcionarios estadounidenses se inquietaron interminablemente sobre cómo, usando la frase condescendiente del momento, poner una “cara afgana” o una “cara iraquí” a las guerras de EE.UU. Ahora, en un momento nadir en el Gran Oriente Medio, tal vez sea finalmente hora de poner una cara estadounidense a las guerras de EE.UU.: verlas claramente como las debacles imperiales que han sido, y actuar en consecuencia.
Tom Engelhardt, es co-fundador del American Empire Project. Es autor de “The End of Victory Culture”, una historia sobre la Guerra Fría y otros aspectos, así como una novela: “The Last Days of Publishing”. Su último libro publicado es: “The American Way of War: How Bush’s Wars Became Obama’s” (Haymarket Books).
Copyright 2012 Tom Engelhardt
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Fuente: http://www.tomdispatch.com/
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