Traducción del inglés para Rebelión de Carlos Riba García |
Como no me sentía bien, la semana pasada la pasé en mi sofá con la televisión encendida; tuve así un recordatorio de un hecho extraño de la vida de Estados Unidos. Cuando todavía faltan más de siete meses para el día de las elecciones, es posible ver la campaña presidencial de 2016 en cualquier momento que a uno se le ocurra, y esto viene sucediendo desde el final del año pasado. Prácticamente no hay momento en el que en alguna red de televisión o canal de noticias no se esté informando, discutiendo, debatiendo, analizando, conjeturando o simplemente diciendo tonterías sobre Hillary (Clinton), Bernie (Sanders), Ted (Cruz) y, sobre todo –un millón de veces más–, Donald (Trump) –desde la violencia de sus mitines hasta el tamaño de sus manos– en las primarias de la campaña presidencial. En el caso de que usted sea un o una joven y piense que esto es más o menos lo normal en Estados Unidos, debo decirle que no; no es así. O no lo era.
Es verdad: hay algo nuevo bajo el sol. Por supuesto, en 1994, con la persecución del Ford Bronco blanco de O.J. Simpson (¡95 millones de televidentes!), los acontecimientos mediáticos de 24 horas por día durante los siete días de la semana se instalaron con todo en la vida de Estados Unidos, y algo cambió en la forma en que nosotros nos centramos en nuestro mundo y los medios se centraron en nosotros. Pero usted puede estar seguro de una cosa: nunca en la historia de la televisión, ni en la de cualquier otro formato mediáticoo, una única figura ha llamado tanto la atención del público –hora tras hora, día tras día, semana tras semana– como Donald Trump. Si él es el O.J. Simpson de la política del siglo XXI estadounidense y su carrera por la presidencia es la eterna persecución del Ford Bronco blanco, entonces estamos en un mundo verdaderamente extraño.
O permítame que lo exprese de otra manera: esto no es una votación. Sé que cada cinco segundos se está diciendo la palabra “elecciones” y que en algún sitio un número importante de estadounidenses (particularmente, por esta razón, republicanos) continúa entrando en los colegios electorales o, en el caso de las primarias, los gimnasios o lugares por el estilo, para elegir entre varios candidatos, es decir, todo sigue teniendo un aspecto electoral. Pero soy un tipo de 71 años que se ha pasado décadas observando la política de este país; créame, estas no son unas elecciones del tipo que una vez nos enseñaron los libros escolares, aquello de que se trataba de algo decisivo para la democracia de Estados Unidos. Si acaso está esperando que yo le diga qué son, tome aliento, relájese y no se decepcione demasiado: no tengo idea de qué es, aunque ciertamente en parte es un espectáculo tipo pan y circo, en parte la obsesión por las celebridades y en parte una máquina mediática de hacer dinero.
Antes de continuar, permítame que vuelva sobre mi idea de que Donald Trump es un O.J. Simpson del siglo XXI. Por cierto, es una comparación bastante razonable; no obstante, empecé a preguntarme acerca de la utilidad de cualquier comparación en nuestra situación actual. Incluso la más angustiosa de ellas –Donald Trump es un Adolf Hitler, un Mussolini, o cualquier otro demagogo extremista del pasado que usted prefiera– en realidad podría ser una forma encubierta de consuelo, tranquilidad o comodidad. Sí, porque lo que está pasando en nuestro mundo es cada vez más extremo y difícilmente podría ser más extraño –pareceríamos tener el impulso de decir–, pero aun así es algo reconocible. Es algo con lo que nos hemos topado antes, algo que tenía sentido en el pasado y, viviéndolo, lo hemos superado.
Reunir las sospechas de siempre
Pero ¿y si eso no fuera verdad? En cierto modo, lo que más asusta y lo más difícil de aceptar ahora mismo de nuestro mundo estadounidense –aunque la arrolladora presencia de Donald Trump nos obligue a decirlo– es que hemos entrado en un territorio inexplorado y que, en estas circunstancias, las comparaciones podrían afectar a nuestra capacidad para asumir la nueva realidad. La sospecha mía es que Donald Trump no es más que la instancia más obvia, el ejemplo que es imposible dejar pasar.
En estos primeros años del siglo XXI quizás estemos viendo el nacimiento de un nuevo mundo dentro del caparazón hueco del sistema estadounidense de vida. Evidentemente, a pesar de que convivimos cotidianamente con esta realidad, todavía nos resistimos a admitirlo por lo que podría ser. Cuando observamos el paisaje, solemos centrarnos en ese cascarón: las acostumbradas elecciones (en su forma un tanto mejorada), los acostumbrados organismos gubernamentales (un poco descoloridas) con los acostumbrados poderes gubernamentales (algo disminuidos o redistribuidos), incluyendo los acostumbrados controles y equilibrios (un poco fuera de punto) y la misma vieja Constitución (muy elogiada en su ausencia), y sí, todos sabemos que nada de esto está funcionando particularmente bien –a veces no funciona en absoluto–, pero aun así ver lo que tenemos –en su versión reducida, bastante desgastada y más disfuncional de lo conocido– resulta reconfortante.
Sin embargo, es posible que sea una versión aumentada de lo desconocido. Decimos, por ejemplo, que el Congreso está “paralizado”, que es poco lo se puede hacer en un país en el que la política se ha “polarizado” tanto y esperamos que suceda algo que nos sacuda para librarnos de esa “parálisis” y nos aproxime a Washington, más cerca de lo que recordamos y reconocemos. Puede ser que esto sea así. Incluso si de algún modo los republicanos perdieran el control de la Cámara de Representantes y el senado podría ser que estaviéramos en una situación algo parecida a lo que ahora llamamos parálisis. Tal vez en nuestra nueva realidad estadounidense, el Congreso sea realmente una especie de versión glorificada, bien cabildeada y bien financiada de una galería de impresentables.
Por supuesto, no quiero negar que gran parte de lo que es “nuevo” en nuestro mundo tiene una larga historia. La enorme desigualdad de estos momentos entre el 1 por ciento y los estadounidenses normales empezó a hacerse evidente en los setenta del pasado siglo y –como Thomas Frank lo explica tan brillantemente en su nuevo libro Listen, Liberal– ya era una potente y muy discutida realidad en la primera mitad de los noventa, cuando Bill Clinton empezaba su andadura hacia la presidencia. Así es, ahora la brecha se parece más a un abismo y parece estar cada vez más permanentemente arraigada en el sistema de vida de Estados Unidos. Pero tiene una auténtica historia, como por ejemplo la tienen las elecciones del 1 por ciento, y el surgimiento y la organización de la “clase multimillonaria”, incluso si nadie, hasta ahora mismo, imaginaba que el gobierno de los multimillonarios, ejercido por multimillonarios en beneficio de los multimillonarios evolucionaría hacia el gobierno del multimillonario, ejercido por un multimillonario en beneficio de un multimillonario, que es justamente uno de ellos.
Ciertamente, buena parte de nuestro mundo tan cambiante podría escribirse como un conjunto de comparaciones y en términos de puntos de referencia históricos. La desigualdad tiene una historia. El complejo militar industrial y el ejército totalmente voluntario, como la corporación guerrera, no nacieron ayer; tampoco nuestro estado que guerra permanente, ni el estado nacional de seguridad que hoy domina en Washington, ni sus ansias de vigilarlo todo, el deseo de saber demasiado sobre la vida privada de los estadounidenses (aquí cabe una inclinación de cabeza en recuerdo de Edgar Hoover, el director de la FBI).
Aun así, con todo lo cierto que esto pueda ser, Washington se parece cada vez más a un nuevo territorio luciendo algo así como un nuevo sistema en el medio de nuestra bien descrita política polarizada y paralizada. A mí no me parece que el estado de seguridad nacional esté paralizado o polarizado ni mucho menos. Tampoco lo está el Pentágono. Algunas veces, cuando me entero de las noticias, me resulta increíble lo extraño e incluso rutinario que es este territorio inexplorado. Recuérdeme, por ejemplo, en qué párrafo de la Constitución los Padres Fundadores escribieron sobre el estado de seguridad nacional. Y sin embargo, ahí está en todo su esplendor, todo su poder, una fuerza cada día más independiente en la capital de nuestra nación. Por ejemplo, ¿en qué forma aquellos revolucionarios prepararon el terreno para que el Pentágono lanzara sus drones de espionaje desde Estados Unidos, tan lejos de nuestras remotas zonas de guerra? Sin embargo, lo ha hecho. Y nadie parece siquiera molesto por la cuestión. Las noticias, apenas percibidas o recordadas, han sido absorbidas inmediatamente en lo que se ha convertido en la nueva normalidad.
Ceremonias de graduación en el Imperio
Permítame mencionar aquí una noticia tomada al azar que últimamente hizo que me preguntara en qué mundo estoy viviendo. Sé que no lo va a creer, pero esta noticia no tiene nada que ver con Donald Trump, en absoluto.
Dada la carnicería que son las guerras y conflictos en todo el Gran Oriente Medio y África que he estado siguiendo minuciosamente en estos últimos años, no estoy seguro de por qué me afectó este episodio en particular. ¿Una posibilidad? Tal vez sea que de todos esos lugares recónditos –de Afganistán a Yemen y Libia– en los que Estados Unidos ha estado combatiendo en los últimos tiempos, fue en Somalia donde tuvo lugar esta pequeña masacre en particular, para mí la más oscura de todas. Sí, yo he seguido los acontecimientos allí desde el derribo de los dos helicópteros Black Hawk en 1993 hasta la desastrosa invasión de Etiopía realizada en 2006 con apoyo de EEUU y la no menos desastrosa invasión del país realizada por fuerzas de Kenia y otros países africanos. De todos modos, ¿Somalia?
Hace poco tiempo, se lanzó una serie de ataques –mediante drones Reaper y aviones tripulados de Estados Unidos– contra lo que el Pentágono aseguraba que era una ceremonia de graduación de soldados de infantería del grupo terrorista somalí al-Shabab. Se informó petulantemente de que en el ataque habían muerto más de 150 somalíes. En un país en el que en los últimos años drones y fuerzas de operaciones especiales de Estados Unidos han realizado un modesto número de ataques contra algunos jefes de al-Shabab, podía pensarse que esta vez se trataba de una clara escalada en la interminable guerra de baja intensidad que Washington libra allí (a la que poco después siguió una incursión en la que estuvieron implicadas fuerzas de operaciones especiales).
Ahora permítame que trate de poner esto en un contexto algo personal. Desde niño, siempre me gustaron los globos terráqueos y los mapas. Tenía un razonable conocimiento de dónde estaban la mayor parte de los países de la Tierra. Pero, ¿Somalia? Debo detenerme y pensar un poco para localizar Somalia en el mapa mental del este de África. ¿Y el resto de los estadounidenses? Francamente, dudo que lo sepan. Por eso, el otro día, cuando se publicó la noticia tuve que detenerme un momento para asimilarla. De ser cierto, habíamos matado a más o menos 150 don nadie (excepto para quienes les conocían) y quizás a algún jefe o un par de ellos en un país que la mayoría de los estadounidenses es incapaz de localizar en un mapa.
Quiero decir, ¿no le parece un poco raro, por más horrible que pueda ser la organización para la que estaban preparándose para combatir? ¿150 somalíes? ¡Buum!
Recuérdemelo: ¿en qué se basa esta pequeña masacre llevada a cabo? Después de todo, Estados Unidos no está en guerra con Somalia ni con al- Shabab. Por supuesto, El congreso ya no tiene ninguna función real en relación con la actividad bélica de Estados Unidos. Ya no declara una guerra contra ningún grupo o país contra el que luchemos (¡parálisis!). Ahora, la guerra es un asunto exclusivo del poder ejecutivo o, en realidad, el poder compartido del estado de seguridad nacional y la Casa Blanca. La explicación básica dada del ataque en Somalia, por ejemplo, es que EEUU tenía algunos asesores acompañando a las fuerzas de la Unión Africana en ese país y que había cierta posibilidad de que esos guerrilleros estuvieran preparándose para atacar a alguna unidad de esa fuerza africana (y por lo tanto al personal militar de EEUU). Da la impresión de que si Estados Unidos apuesta asesores en cualquier lugar del planeta –en estos momentos, eso pasa cada día de cada año en muchos países– hay una excusa suficiente para validar acciones de guerra basadas en la amenaza “inminente” de ser atacados.
También cabe pensar la cuestión de esta manera: en estos años se ha escrito en Washington una nueva constitución informal. No ha hecho falta que el Congreso se reuniera en forma de convención constituyente; tampoco aprobar una nueva ley de derechos fundamentales. Es una constitución centrada en el uso del poder, sobre todo el poder militar, y se ha escrito con sangre.
En estos días, el gobierno (el que no está paralizado) funciona regularmente sobre la base de esa constitución informal en fase de reescritura, cometiendo acciones como las de Somalia en importantes regiones del planeta. En estos años, hemos sido atados a lo último de la tecnología del asombro, a nuestros drones armados de misiles Hellfire (fuego infernal), al poder ejecutivo y a una gente asesina –que no nos agrada mucho– en su mayor parte desplegada bastante expeditivamente en países musulmanes. En estos momentos, es lo más natural que cualquier comandante en jefe sea también nuestro asesino en jefe y que todo esto sea parte de un tiempo de guerra que no es un sistema de tiempo de guerra, propagando el principio del caos y la disolución en regiones enteras del planeta, dejando a nuestro paso países fallidos y movimientos terroristas.
Por cierto, ¿cuándo acordó “el pueblo” que el presidente podía asignarse a sí mismo el cargo de asesino en jefe, reunir a sus sabuesos legales para escribir una nueva “ley” que cubra cualquier futura acción suya (incluyendo el asesinato de ciudadanos estadounidenses) y lanzar año tras año lo que en esencia es su flota privada de drones asesinos para aniquilar a miles de personas en todo Gran Oriente Medio y partes de África? Bastante extrañamente, después de casi 14 años de este tipo de comportamiento y de reunir una extensa evidencia de que esos ataques no acaban con los movimientos que Washington aborrece (y en cambio suele encender las llamas del resentimiento y la venganza y ayudar a propagarlas) ni el presidente actual y sus más altos funcionarios, ni ninguno de los candidatos para reemplazarle tienen la menor intención de dejar esos drones en tierra para siempre.
¿Y cuando exactamente dijo el pueblo que dentro del vasto despliegue militar del país que en estos momentos está acuartelado en la mayor parte de la Tierra debía crearse una fuerza de Operaciones Especiales de cerca de 70.000 integrantes o que esta fuerza debía realizar misiones encubiertas en todo el planeta de las que solo debía rendir cuentas al presidente (si acaso)? Sin embargo, para mí lo más extraño de todo esto es que en este mundo nuestro muy pocas personas consideran que semejante despliegue sea algo anormal.
¿Un mundo en decadencia?
En cierto modo, podría decirse que todo esto funciona. En última instancia, es un nuevo sistema en construcción del que todavía no nos hemos hecho a la idea, tal como no nos hemos hecho a la idea del sistema de seguridad nacional que vigila a todo el mundo de una forma que ni siquiera los escritores de ciencia ficción ( ni los gobernantes dictatoriales ) de otros tiempos fueron capaces de imaginar nunca, como tampoco a esa extraña versión de exageración mediática a la que todavía podemos llamar elecciones. En este momento, todo esto es tanto una noticia vieja como una noticia pasmosamente nueva.
¿Lo entiendo? En absoluto.
Esto no es la guerra tal como la conocíamos, ni es un gobierno tal como lo entendíamos alguna vez, ni son las elecciones que una vez imaginábamos, ni es la democracia que acostumbrábamos a imaginar, ni es el tipo de periodismo que siempre se enseñó en las escuelas de la especialidad. Esta es la definición del territorio inexplorado. Se trata de una auténtica terra incognita estadounidense; sin embargo, de alguna manera, ese paisaje desconocido ya forma parte de la impresión que tenemos de nosotros mismos y de nuestro mundo. En esta época de “elecciones”, muchas personas siguen en estado de shock al ver que uno de los principales candidatos a la presidencia de Estados Unidos es un demagogo con un evidente costado autoritario y lo que parece ser una orientación autocrática. Todas estas etiquetas definen a Donald Trump, pero el nuevo sistema estadounidense que está surgiendo de su crisálida en estos tiempos ya tiene esas tendencias. Por eso, no culpemos de todo a Donald Trump. Este hombre no debería impresionar tanto. Después de todo, un mundo trumpiano en formación le ha allanado el camino.
Quién sabe. Tal vez lo que estamos viendo sea una reiteración de una historia muy vieja: la versión actualizada del antiguo relato de un gran poder imperial, quizás el mayor de la historia –la “superpotencia solitaria”– hundiéndose en la decadencia. Es un relato que la humanidad ha vivido bastante a menudo en su larga historia. Pero en caso que volvamos a pensar que no hay nada nuevo bajo el sol, el contexto de todo esto –para todo lo que está sucediendo en nuestro mundo– es tan novedoso como si hubiese estado fuera de la experiencia humana durante miles de años. Tal como indican los últimos registros de calentamiento, por primera vez en la historia estamos en un planeta en el ocaso. Si esta circunstancia no es territorio inexplorado, ¿qué es?
Tom Engelhardt es cofundador del American Empire Project y autor de The United States of Fear como también de la historia de la Guerra Fría The End of Victory Culture. Es integrante del instituto The Nation y dirige TomDispatch.com. Su libro más reciente es Shadow Government: Surveillance, Secret Wars, and a Global Security State in a Single-Superpower World.
Esta traducción puede reproducirse libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, al traductor y Rebelión como fuente de la misma.
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