Alguna vez me enteré de algún informe de inteligencia –todos los informes de inteligencia atesoran esa secreta fórmula, como la de la Coca-Cola, que mezcla verdad con mentira que los hace eso-, asegurando que allí, en las pampas altas y desoladas, el Partido Comunista del Perú- Sendero Luminoso tenía hospitales de campaña, campamentos de entrenamiento y que era un santuario de refugio, un escondite para la retaguardia estratégica de la feroz guerrilla terruca y maoísta.
Eran los años 90, principios de los 90. Lo único que era evidente por ahí era que al Cristo de Pumasani, el que estaba a la entrada de acceso a Charazani, alguien, algunos, sí lo habían arrancado de cuajo, pero al Cristo de Hualpacayo, ubicado unas decenas de kilómetros más al sur, no le habían tocado un pelo. Uno se preguntaba lo obvio: ¿por qué harían los senderistas estas discriminaciones incomprensibles y no volaron los dos cristos de una vez?
Esos años, cuando dejabas atrás Achacachi, Ancoraimes, Carabuco -la ruta que bordea la orilla norte del Lago Titicaca-, y finalmente Escoma -donde el camino se bifurcaba, y uno de sus ramales, encaraba francamente al norte, con dos terminales, una en Pelechuco y otra en Apolo-, y entrabas en el histórico y mítico Umasuyu, el país de las aguas y de las brumas de los primeros andinos y de los Incas, esos años, decía, te sumergías en una región tan misteriosa que todo podía suceder. Tanto como ahora, veinte años después.
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La sensacional noticia del atraco a mano armada de los dos buses apoleños en la ruta hacia Escoma vuelve a confirmar que el norte altiplánico paceño del lado del linde andino con el Perú es la típica frontera en términos socio-culturales: una tierra de nadie, un fin del mundo, un sitio hostil y a la vez prodigioso, donde ya no habrán senderistas vuela estatuas pero pululan –el súper atraco es una prueba contundente- grupos de bandoleros, bandas organizadas para el saqueo y la rapiña, ladrones de caminos y de minas, asesinos, salteadores y piratas de la punta del cerro. Todo un festín periodístico e histórico. Hay una brillante razón de fondo para que suceda lo que sucede: el oro.
Cuando empecé a caminar por esos lados, los municipios de ese norte andino de La Paz eran de los más pobres entre todos los que somos pobres. De ahí que mi trabajo estaba dirigido a apoyar proyectos de fortalecimiento agrario –como la reconstitución de los andenes de producción prehispánicos en el sector de Italaque y de Moco-Moco, con Ricky, el del whisky- o de impulso al turismo indígena –en Pelechuco y sus comunidades circundantes que forman parten, desde 1995, del Parque Nacional Madidi, ayudé a la consolidación del sindicato de arrieros-, o a hacer gestiones para que acudan “las brisas”, las brigadas médicas móviles y rurales o realizar documentales en video para mostrar esos territorios al resto de los bolivianos.
Escribí decenas de artículos sobre esos rincones: 1. Porque la belleza de la Cordillera de Apolobamba es única y conservaba todavía ese halo místico y salvaje que otros destinos montañeses ya habían perdido (esto es algo que también me enseñó Alan Mesili) y 2. Porque son lugares cargados de historia, derrochan un pasado singular, atractivo, que contrastaba con el abandono y el olvido en donde se debatían en el presente. Pero todo empezó a cambiar cuando comenzó a crecer una actividad que lo destroza todo, que lo desintegra todo, que lo trastoca todo: la extracción de oro.
En los 90 al menos, había un singular modus vivendi en la frontera y que tenía su epicentro de gravitación y de resolución pacífica de una convivencia potencialmente problemática –todas las fronteras son, en el fondo, zonas rojas y/o zonas calientes- en un sitio donde no había nada, salvo una llanura, siempre altísima y gélida, repleta de bofedales y yaretales, conocida con el nombre de Chejepampa.
Allí todos los jueves se reunían comerciantes de Bolivia y de Perú y contrabandeaban, a vista y paciencia de las autoridades militares acantonadas cerca del lugar, todo lo que era posible contrabandear, esos años de tranquilidad aparente. A nosotros nos llevó a ver el espectáculo, precisamente el militar que estaba a cargo del Puesto Militar de Avanzada de Antaquilla. A la vez, nos aseguró que comeríamos el mejor chicharroncito de alpaca del mundo. No se equivocaba.
El espectáculo era tal. La pampa, de madrugada, era la desolación pura y dura. De a poco, empezaba a caer gente, en camión o con sus llamas. A la mañanita, ya con el sol arriba aunque sin quemar aún, sucedía algo inolvidable: de un lado y al otro de un arroyo cavado en el bofedal y que servía de límite –tan escueto que podía atravesarte por debajo de tus piernas abiertas, con un pie del lado de Bolivia y el otro pie del lado del Perú-, se clavaban sendos postes de madera y luego se izaban, solemnemente y como debe ser, las dos banderas, la tricolor y la roja y blanca sanmartiniana. Era el inicio oficial de la feria. Contrabando con custodia militar, para que no haya líos ni trifulcas entre hermanos o primos (literalmente), porque allí, en la altiplanicie de Ulla Ulla, un hito puede que pretenda dividir países pero es imposible que desuna familias. Aymaras de un lado, aymaras del otro.
La cosa se empezó a espesar cuando la brecha entre los precios nacionales y los peruanos del GLP comenzó a ser una rotunda fuente de ingresos: por Chejepampa y por donde se podía, empezaron a salir garrafas, cientos, miles. Se comercializaban hasta en las ciudades de Juliaca y Puno. Cuando querías comprar, te aclaraban: ¿gas peruano o gas boliviano? Así y todo, transportado ilegalmente más de 500 kilómetros, la garrafa boliviana costaba un tercio del valor de la peruana. Visto a la distancia, era un juego de niños.
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Carabaya, que así se llamaba toda esa región en la época del Incario, siempre fue famosa por sus lavaderos de oro. Los mismos eran propiedad del Inca. Situada estratégicamente al sureste del Cusco, está caracterizada por la cordillera del mismo nombre que, cuando entra en Bolivia, se llama Cordillera de Apolobamba, ya que sus estribaciones llegan hasta el valle que se llama igual, famoso también desde esos días, esta vez por sus cocales, y donde en la actualidad se ubica la población de Apolo.
Hay quienes aseguran, geólogos ellos, que en esta cordillera se ubica la tercera reserva mundial de oro, detrás de Siberia y África del Sur. Lo cierto es que hay oro en todos lados, hay oro en las montañas, en los glaciares, y hay oro aluvial en los ríos que bajan de esas montañas. El Tuichi, es uno de ellos.
Nace en los glaciares del “Machu” Katantika, el cerro sagrado de los pelechuqueños y mi montaña-guía, y luego baja hasta confluir con el río Beni, en las selvas cercanas a Rurrenabaque. Hace poco, salió la noticia de la muerte por ahogamiento de tres hermanos, mineros del oro, que fueron arrastrados por las aguas veraniegas y tumultuosas del río de los Tacanas. [1]
Lo dramático de la noticia confirma también otro drama: la cuenca del Alto Tuichi, con sus bosques secos, únicos en el mundo, y que también forma parte del Parque Madidi, está invadida por los oreros. No es el único lugar del parque donde hay explotación aurífera. [2] Esta es una de las circunstancias que explica el súper asalto de los buses. [3]
La otra circunstancia es la situación del otro lado de la frontera, donde la fiebre del oro tiene un nombre de fama mundial: La Rinconada. [4]
La primera vez que estuvimos por allí no podíamos creer lo que veíamos: el paisaje semeja un desierto bombardeado, destrozado sin piedad, un paisaje terrible y temiblemente humano. Era la obra de destrucción masiva llevada a cabo por cientos, miles de mineros. Lo único que quedaba en pie eran gigantescas montañas de relaves de un color tristísimo y agujeros grandes como cráteres, llenos de agua envenenada, inservibles, colmados de basura, perros muertos, máquinas y herramientas abandonadas.
Te daba miedo. Sentías todo el desprecio y la insensibilidad que el hombre puede tener por la naturaleza, producto de la codicia y el ansia de riqueza fácil. Veías lo que quedaba después: tierra arrasada, mutilada, muerta. También sabíamos de las denuncias que ya se habían hecho acerca de la existencia en calidad de esclavas sexuales de algunos centenares de jóvenes mujeres que habían sido traídas desde la ciudad de El Alto y otros lugares de Bolivia, con engaños o simplemente secuestradas. Esto fue el año 2007.
Reviso los archivos de Google y encuentro un artículo aparecido en el periódico La República, el más conocido de Lima y del Perú, hace menos de un año y la situación no ha cambiado nada. Transcribo, es escalofriante: “El general de la XII Diterpol Puno, Herbert Raúl Rosas Bejarano, admite que existe escasa presencia del Estado en La Rinconada, y que por eso casi siempre terminan rebasados por la población de mineros que se enfrentan a la policía con cartuchos de dinamita en mano, pero asegura que la policía hace lo posible para identificar y recuperar a menores cautivas. “Allí, ellos son la ley. Se juntan entre todos e imponen lo que quieren”, dice la máxima autoridad policial. Recuerda que varios efectivos resultaron heridos en operativos contra los locales nocturnos, y advierte que una intervención policial tendría un alto costo social contra la policía por la forma cómo reaccionan los parroquianos asociados a los propietarios de los bares”. [5]
La situación que se describe para La Rinconada no es diferente a la que se vive en muchos otros centros mineros de Bolivia, la diferencia para el caso que nos ocupa es que La Rinconada está casi en el límite peruano-boliviano, y todo lo bueno que allí sucede, se derrama, se precipita, cae y avanza hacia Bolivia: el bandidaje es uno de esos fenómenos for export.
Ya está completa la fórmula para entender lo sucedido en el camino a Apolo: el auge de la extracción del oro ilegal en Bolivia, otra de las dimensiones productivas del capitalismo andino, es aprovechado por otro componente socio-cultural de los escenarios históricos y mundiales donde hubo y hay fiebres del oro: los ladrones. Lo mismo da La Rinconada que el Klondike. Que haya un límite internacional en el medio, no es ningún problema. Si hasta la policía peruana –que se jacta de haber vencido a SL- reconoce que no hay control para la estampida de ilegalidad y violencia. Por otra parte, lo que pasó con los dos buses, no es la primera vez que ocurre: ya hubo robo y asesinato de turistas extranjeros, robo de minas también con asesinato, robo a vehículos, ya pasó de todo.
El problema es grave, bastante grave –sobre todo si los precios del metal siguen subiendo y seguimos condenando a la gente a esa quimera, mientras de paso se destruyen dos de nuestros parques nacionales más hermosos y ricos en biodiversidad: el de Apolobamba y el Madidi.
Habría que tomarse en serio lo que pasa en la frontera con el Perú –tráfico, saqueo y robo de oro en los Andes, narco en la Amazonía-, sentarse con sus autoridades y revisar eso de que el único paso legalmente habilitado sea el de Desaguadero. Si es que hay solución, es como el tango. Es de a dos.
* * *
La última vez que caminé por esas montañas, del lado boliviano, fue a fines del 2006. Habían abierto el camino a Puina, debajo del hito XXII, y mi amigo Esteban Andia había muerto, junto con otros seis comunarios, en un accidente absurdo para montañeses de toda la vida como eran ellos: no habían podido frenar y la movilidad se cayó de boca a un precipicio de piedra. Ellos, los de Puina, los sobrevivientes, igual estaban contentos: gracias al camino, decían, ya comenzaban a llegar gentes de El Alto, a la mina de oro, a Warawarani. Hay sentimientos que no entenderé jamás.
De las mismas montañas, del lado peruano, acabo de regresar. No lo hacía desde el 2010. En menos de dos años, habían pavimentado la carretera que marcha, por tramos, paralela al límite. Por tramos también, es un basural inmundo y ya no vimos vicuñas. Se estaba haciendo de noche cuando ingresamos al territorio bombardeado, al sector de las minas, y por una confusión, desviamos hacia Ananea. A la distancia, brillaba La Rinconada, colgada de los cerros y de sus nieves.
Era una imagen irreal, que te cautivaba raramente: los últimos rayos de sol reflejados en miles de calaminas y en el blancor de los glaciares, semejaba a lo lejos una fortaleza –blanca y dorada- inexpugnable e invencible.
Pensé en El desierto de los tártaros y en lo infausto que suele ser la existencia humana. Me imaginé las legiones de pobres, el cortejo de los humillados, que acuden hasta ese confín en avalancha y ven, de repente, de la nada, esa misma, fascinante y efímera imagen: El Dorado, todos los sueños. Viajamos la noche entera, con bruma y por caminos terroríficos, pero huimos de allí.
[1] Ver Micaela Villa: En Apolo, 3 hermanos fueron arrastrados por el río Tuichi. En La Razón digital, 8 de marzo de 2012.
[2] El año 2003 fuimos padrinos de velas en el velorio de un joven de 23 años, muerto por un aluvión de rocas desprendidas, en una mina situada río abajo de la comunidad de Keara, en pleno bosque de nubes.
[3] Testimonio de Franz Ramos, pasajero de uno de los buses robados. “Contó que luego de dos semanas de trabajar en una mina, la noche del sábado regresaba a La Paz con 400 bolivianos y siete gramos de oro. Los delincuentes se lo llevaron todo. “Había una señora que lloraba y decía que le habían robado 12.000 bolivianos, un señor 8.000 y así se quejaba la gente. Había carga de coca, pero eso lo dejaron en el bus”. Tomado de Daniela Romero: Los delincuentes golpearon y desnudaron a los pasajeros. En Página Siete digital, 23 de julio de 2012.
[4] Ver el ensayo fotográfico titulado: La Rinconada: Peru’s city of dreams, de Michael Robinson Chávez April 1, 2011 en http://framework.latimes.com/
[5] Ver Liubomir Fernández: La Rinconada, ciudad burdel. En http://www.larepublica.pe/11-
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