Traducción del inglés para Rebelión de Carlos Riba García |
El lector debe haberse dado cuenta de que estoy evocando a Hitler, ¿No es así? En medio de la reciente controversia sobre el “nazismo” presente en la campaña presidencial de los republicanos (sobre si acaso esas manos derechas levantadas prometiendo votar a Donald Trump son una copia del Sig Hail!), unos cuantos expertos, comentaristas y otras figuras –entre ellos el presidente mexicano y la hermanastra de Anna Frank– han estado comparando a Donald con Adolf Hitler. Pero, ¿ha notado usted que hay otros que apuntan hacia el dictador fascista italiano Benito Mussolini, o hacía el caudillo argentino Juan Perón, o hacia el magnate de los medios de derecha, multimillonario y ex primer ministro de Italia Silvio Berlusconi, o hacia la actual jefa del partido francés de extrema derecha Frente Nacional Marine Le Pen, o hacia su padre, el fundador de ese partido y reconocido negacionista del Holocausto Jean-Marie Le Pen (quien respaldo recientemente a Trump), o incluso hacia el izquierdista que fue presidente de Venezuela, Hugo Chávez? Y eso por no hablar del presidente Richard (Dick el Taimado) Nixon, ni del gobernador segregacionista de Alabama George Wallace, ni del senador y candidato a la presidencia por el Partido Republicano Barry Goldwater, ni del populista gobernador de Louisiana Huey Long, ni del productor de automotores –posible presidenciable– y conocido antisemita Henry Ford, quienes solo son los primeros de una lista de posibles émulos de Trump en la historia, y no los últimos (¡y no me permitáis siquiera que empiece a mencionar el ‘fascismo’ y el ‘autoritarismo’ de estos días en los medios!).
Si acaso algo más, esta lista tan extraña y variopinta de comparaciones nos dice una cosa: que Trump ha llevado el sistema político estadounidense y particularmente a los votantes de la clase trabajadora blanca a un territorio desconocido hasta ahora. Por lo tanto, vienen a la mente todos esos dedos señalando a unos personajes extremos. Por supuesto, desde al menos los años de Clinton, el Partido Demócrata ha ido licuándose lentamente, dejando una estructura política muy carente de una base a medida que se evaporaba la fuerza de los sindicatos; la maquinaria política de las grandes ciudades ha quedado relegada a las antiguas viñetas de Thomas Nast, y aquellos políticos progresistas que empezaron haciendo horas extraordinarias predicando el evangelio de los viejos buenos tiempos a los grandes bancos en lugar de regularlos se han ganado el prefijo de ‘neo’. Desde luego, hoy en día buena parte de ese disolución es historia antigua, cuando Bernie Sanders invita a buena parte del electorado demócrata a una excursión a algún otro sitio. En el otro lado, el Partido Republicano se está desmoronando ante nuestros propios ojos, ahora mismo; el espectáculo no podría ser más dramático. Por ejemplo, hace unos días hubo un ataque contra Trump por parte de Mitt Romney, el fallido candidato presidencial de 2012, que le acusaba de ser un hombre de negocios fracasado, un fraude, un capitalista de casino con un talento especial para saquear empresas y destruir fuentes de trabajo. Un sondeo reciente dice que en realidad los ataques verbales y tweets contra Trump le ayudaron a aumentar tanto el apoyo de los votantes como su compromiso (tal como parecían indicar las primarias del martes 8 de marzo).
Entonces, tal vez sea tiempo de empezar a escribir el obituario del Partido Republicano. Después de todo, estamos hablando del partido que, desde la estrategia para el Sur de Nixon hasta aquel tristemente famoso anuncio de George H.W. Bush que vinculaba a Willie Horton con Michael Dukakis, utilizó llamamientos en clave racista para atraer votantes. Mientras tanto, su liderazgo se sitúa en el interior de la clase de los multimillonarios y en el mundo de la financiación avalado por el Tribunal Supremo en el que todo lo político parecería estar a la venta por sumas más allá de lo imaginable. Entonces, ¿como podrían los Romney, los Ryan, y otros no sentir el amargo engaño de un multimillonario desbocado que utiliza abiertamente la burla racial y llama a robar su partido al mismo tiempo que rechaza su dinero?
En un escenario tan sombrío y cargado de racismo, lo lógico es que haya cierta especulación. ¿Qué otra cosa se puede hacer, cuando el futuro parece más ignoto que lo acostumbrado? Es por eso que TomDispatch acudió a Bob Dreyfuss, autor de Devil’s Game: How the United States Helped Unleash Fundamentalist Islam (Un juego diabólico: cómo ayudó Estados Unidos a desencadenar el fundamentalismo islámico), que sabe un par de cosas sobre los extremistas y autoritarios de variado pelaje, para que nos ayude a pensar si el trumpismo, con o sin Donald, puede funcionar realmente.
* * *
Las tropas de asalto de Trump y la posibilidad de un fascismo estadounidense
¿Puede pasar esto aquí? Esta es la pregunta que en este momento se hacen muchos, cuando el nacionalista, agitador xenófobo y multimillonario Donald Trump está amenazando con quedarse con la nominación republicana para las elecciones presidenciales de Estados Unidos; esta no es una pregunta que solo se formule en el ámbito de la izquierda. También la ha planteado el New York Times en un artículo de fondo que asegura que Trump ha llevado al Partido Republicano “al borde del fascismo”; al igual que algunos republicanos que van desde el experto neocon Max Boot al centrista ex gobernador de Virginia Jim Gilmore. El columnista Ross Douthat, del conservador Times, es bastante típico en un artículo titulado “¿Es fascista Donald Trump?”. Si bien admite que puede que Donald no sea un Adolf Hitler ni un Benito Mussolini, señala que “Parece justo decir que él que está más cerca de la zona ‘protofascista’ del espectro político en el que se mueven tanto el conservador estadounidense medio como sus últimos predecesores del populismo de derechas”.
Para algunas figuras que van desde el cómico Louis C.K. hasta el comentarista de derechas Glenn Beck, comparar directamente a Hitler y Trump se ha convertido en la moda del momento. Sin embargo, debo admitir que la expresión “protofascista” me suena bastante aproximada. Ciertamente, el surgimiento de Trump ha hecho que muchos votantes estén atentos; la cuestión es si el magnate inmobiliario (que viene de agitar aún más el avispero twiteando una cita del fascista dictador italiano Benito Mussolini) podría mantener suficientemente unida una coalición formada por nacionalistas, hombres blancos irritados, blancos “poco educados” de la clase trabajadora, la derecha religiosa poco comprometida, los islamófobos, los que despotrican contra los inmigrantes y otros para empuñar las metafóricas horcas en una marcha hacia la victoria en noviembre.
Si es cierto que Trump es un mero “protofascista”, ¿cuáles son los ingredientes, si los hay, que se necesitan todavía para la aparición de un auténtico movimiento fascista estadounidense del siglo XXI? Para pensar esta cuestión, leí hace poco La llegada del Tercer Reich, el libro de Richard J. Evans. El texto cubre el periodo que se extiende de 1871 a 1933, y describe muy detalladamente la gestación y el crecimiento del Partido Nazi. Si el lector decide leer este libro, trate de hacer lo que yo hice: dibuje mentalmente dos columnas para confrontar y ver las semejanzas y diferencias entre el Estados Unidos de hoy y la república alemana de Weimar en los años veinte y primeros treinta del siglo XX.
Por supuesto, en este tenso momento que vive Estados Unidos, las similitudes parecen aplastarlo a uno. Con su repetitiva promesa de restaurar la grandeza de este país, Trump está haciendo lo mismo que hizo Hitler con su promesa de vengar la humillación sufrida por Alemania en la Primera Guerra Mundial. Con sus exhortaciones, dirigidas sobre todo a los trabajadores blancos, a culpar a los inmigrantes mexicanos y a los musulmanes de todos los problemas, Trump está haciendo lo mismo que hizo Hitler cuando preparaba su brebaje antisemita. Con sus ataques a Wall Street y a los lobbies corporativos –todo una sarcasmo para un multimillonario– por apañar la economía y convertir a los políticos en sus marionetas, Trump está haciendo lo mismo que hizo Hitler cuando ponía en el mismo saco a Wall Sreet, a la City londinense y a sus homónimos alemanes, acusándoles de cargar a su país con la enorme deuda de las reparaciones impuestas por el Tratado de Versailles después de la Primera Guerra Mundial y de apoyar a los irresponsables partidos de centroderecha de la república de Weimar (léase: el Partido Republicano de hoy). Con sus brutales comentarios acerca de China y sus amenazas de asesinar a los familiares de los terroristas islámicos al mismo tiempo que se apropiase de las reservas de petróleo de Iraq, Trump está haciendo lo mismo que hizo Hitler cuando llamaba a un ultranacionalismo ancestral y temerario.
La Sociedad de la Segunda Enmienda
Pero no nos olvidemos de las diferencias, que no son menos obvias. Estados Unidos tiene una prolongada tradición de republicanismo democrático, algo inexistente en la Alemania de los años veinte del pasado siglo. La economía de la última superpotencia del planeta, aunque sumida en una cuasi depresión en 2008, es incomparablemente más fuerte que la de una Alemania asolada por la hiperinflación de aquella época como para parangonarla con ella.
No obstante, hay otra diferencia entre el Donald Trump de 2016 y el Adolf Hitler de 1921 (cuando se hizo con el liderazgo del recién nacido Partido de las Trabajadores Nacionalsocialistas) que eclipsa a las anteriores. Desde el comienzo, Hitler contó con el apoyo de una brutal fuerza paramilitar, las muy famosas Sturmabteilung (SA), el Destacamento de Asalto (o tropas de asalto). También conocidas como las Camisas Pardas, las SA utilizaban a menudo la violencia contra sus oponentes en las calles de las ciudades germanas; su mera presencia bastaba para intimidar a los alemanes de todo el espectro político.
Esto me hizo pensar: ¿sería posible que Donald Trump o algún futuro personaje por el estilo montaran una fuerza armada con sus propios seguidores? Aunque bastante aterradora, ciertamente la respuesta es sí. Y quizá ni siquiera fuera tan difícil
Tened un poco de paciencia conmigo ahora. Retrocedamos a 2010, en Alexandria, Virginia: unos partidarios extremos del derecho a portar armas –consagrado por la Segunda Enmienda de la constitución de Estados Unidos– animados por las muy permisivas leyes sobre armas de Virginia realizaron una manifestación por la restauración de la Constitución en el parque de Fort Hunt junto al río Potomac, y lo hicieron armados. Dicho sea de paso, el encuentro fue programado para el 19 de abril, la misma fecha en que Thimothy McVeigh atacó con bomba un edificio federal en Oklhoma City en 1995. En ese momento, yo vivía más o menos a un kilómetro y medio de ese parque; la mezcla de temor, rabia y repugnancia que semejante exhibición de armas en una manifestación política pudiera tener lugar prácticamente al lado del Capitolio era palpable.
Es cierto que las personas armadas eran apenas unas 50; sin embargo, alrededor de 2.000 personas más –desarmadas, estas– realizaron una demostración paralela en Washington D.C., donde la portación de armas está prohibida. Pensemos en cuántas personas más podrían acudir hoy en un país en el que ha habido unas cuantas manifestaciones y mítines –con participación de personas armadas– organizados por activistas de la Segunda Enmienda y, en 2016, gracias a la eficaz presión de la Asociación Nacional del Rifle (NRA, por sus siglas en inglés), la mayoría de los estados han promulgado leyes que aprueban la portación a la vista –completa o parcialmente– de armas. Mientras tanto, la totalidad de los estados de este país ya tienen leyes que permiten la portación oculta de armas, lo que significa que el maletín para pistolas es legal casi en cualquier sitio menos en Washington D.C.
Entonces, imaginemos un momento este escenario: Donald Trump (o un futuro demagogo a imagen de Trump) anuncia de que está convocando a un mitin en un estado en el que está permitida la exhibición de armas –digamos, en Dallas, en el estadio de los Cowboys’ AT&T– y agrega que desea que sus seguidores vayan armados (durante las primarias, Trump ha defendido a viva voz la interpretación que la NRA hace de la Segunda Enmienda y en su sitio web hay una página titulada “La protección de nuestra Segunda Enmienda hará otra vez un gran Estados Unidos”.). En el entorno legal de Texas, sería perfectamente posible que miles de seguidores de Trump asistieran portando armas semiautomáticas. Y ahí, en el estrado, mirando desde lo alto a la muchedumbre de militantes armados, estaría Donald Trump sonriendo de oreja a oreja.
No es difícil imaginar la inmediata reacción que esto generaría, desde unos comentaristas de televisión al borde de la apoplejía, pasando por cáusticos editoriales en el New York Times y otros periódicos hasta las indignadas denuncias de políticos progresistas o moderados, sobre todo los de las zonas urbanas. Pero también es fácil imaginar el vitriólico desprecio de Trump hacia todos ellos, mientras las mascotas republicanas de la NRA le criticarían, aunque defenderían su derecho a organizar semejante encuentro.
Imaginemos después que Trump repitiera ese mitin en otros estadios –por ejemplo, en Denver, Phoenix, Indianapolis y Miami– y que entonces anunciara que él esta fundando la Sociedad Donald Trump de la Segunda Enmienda. Incluso podría regalar unos cascos de baseball en los que estuviera estampado su nombre. ¿Cuánto tiempo faltaría para que se produjera la primera marcha armada de la nueva organización por las calles de las ciudades estadounidenses; por supuesto, su nombre sería abreviado muy pronto, digamos, Sociedad Trump SA (por Second Amendment**)?
A algunos esto puede parecerles algo descabellado, casi apocalíptico (“Eso no puede pasar aquí”). Sin embargo, algunas cosas que pasaron en este país en los últimos años sugieren que el camino está expedito para una posibilidad como la descrita y que la cuestión no es tanto “si acaso” como “cuándo”. Potencialmente, el trabajo preliminar ya se ha hecho. Según el último informe del Centro Pobreza Legal del Sur (SPLC, por sus siglas en inglés), en 2015 se ha observado un significativo aumento de los grupos de odio en Estados Unidos: el número de milicias y grupos “patrióticos” anti-gobierno ha crecido de 874 a 998, después de haber disminuido en 2013 y 2014. De estos, dice el SPLC, por lo menos 276 son “milicias”. Y agrega que “En general, los grupos de este tipo se definen como opuestos al ‘Orden del Nuevo Mundo’, están comprometidos en la teorización de la conspiración de base, o defienden o adhieren a las doctrinas extremas contra los gobiernos”.
A primeros del pasado enero, un asombrado Estados Unidos vio como una banda de “docenas de hombres blancos armados, ciudadanos de este país, asaltó un refugio federal de la vida silvestre en Oregon para ‘resistir duramente’ a la ‘tiranía’ del gobierno federal”. La acción emocionó a otras milicias y grupos “patrióticos” de todo el país; mientras tanto, los medios de la corriente dominante se mostraron reacios a emplear la palabra más obvia –‘terrorismo’– ante este alzamiento armado de unos extremistas encabezados por los hijos del ranchero de Nevada Cliven Bundy (la experta en terrorismo y ex secretaria ayudante de seguridad interior graduada en Harvard, Juliette Kayyem, fue una extraña excepción en una nota escrita para CNN: “Los hombres que, fuertemente armados, animan a otros para que les apoyen en su causa, alegando que –aunque pacíficos– de algún modo sabrán ‘defenderse’, son –por definición– terroristas”).
Finalmente, la ocupación fue reprimida, pero en la recalentada atmósfera de estos días son esperables otras acciones de provocación por parte de algunas de las más de 200 milicias identificadas por el SPLC. Aunque el propio Trump expresó una tibia desaprobación de la milicia de Oregon mediante un llamamiento a “la ley y el orden”, Gerald DeLemus, que copreside una asociación de Veteranos con Trump en New Hampshire, calificó la acción de “gran éxito” y en una entrevista realizada por Reuters insistió que la causa de la milicia era “pacífica” y “constitucionalmente justa”. Más tarde fue detenido por su “condición de ‘líder de nivel medio’ y promotor de una conspiración para reclutar adeptos con el fin de organizarlos, adiestrarlos y proporcionar apoyo a la banda armada del ranchero Cliven Bundy y sus seguidores”.
Por supuesto, Trump ha jugado con fuego repetidamente en cuestiones como la violencia, la intimidación, la supremacía blanca, la extrema derecha y otras por el estilo. Su rechazo a desvincularse rápidamente de David Duke y el Ku Klux Klan en la víspera de las primarias del Súper Martes en el Sur Profundo se ganó una amplia condena por parte incluso de funcionarios republicanos. Pero en un caso al menos, un auténtico neo-nazi, Matthew Heimbach, líder del Partido de los Trabajadores Tradicionalistas, utilizó la fuerza física contra quienes protestaban en un mitin de Trump en Louisville.
La singularidad del fascismo estadounidense
Por muy reprensible que pueda ser el coqueteo de Trump con la extrema derecha, con todo lo alarmante que puedan ser las acciones de personajes como Heimbach, todavía estamos bastante lejos del nacimiento de un verdadero movimiento nacional fascista, aunque Roger Cohen –del Times– pueda haber publicado ya una columna titulada “La Weimar de Trump” (“Bienvenidos a la Weimar estadounidense: crece la intranquilidad en las cervecerías. La gente está harta de los políticos de siempre. Quiere que se hable con franqueza. Quiere respuestas”). De momento, Trump no ha intentado integrar a sus aliados de la extrema derecha en un verdadero movimiento –aunque haya empezado a emplear la palabra “movimiento”– o un partido, tampoco ha hecho un esfuerzo real para unir a los militantes de derecha poseedores de armas en una versión propia de las SA. Y quizá no lo haga nunca.
Tenga también el lector en cuenta que un movimiento fascista en Estados Unidos es muy difícil que sea una copia exacta del modelo alemán o del italiano, o incluso de los partidos que en estos momentos construyen movimientos de extrema derecha en Francia, Hungría, Grecia y otros países. Tampoco sería la copia de la coalición protofascista de ultranacionalistas y fanáticos religiosos cortejados por Vladimir Putin en Rusia. Sin duda, sería una creación singularmente estadounidense.
A pesar de que Trump se las ha arreglado para reunir a unos elementos bastante dispares en lo que a grandes rasgos podría tener el aspecto de un movimiento fascista estadounidense, finalmente él podría no ser el mandadero correcto para su desarrollo ni el momento adecuado para su completo despliegue. Entre otras cosas, para un movimiento de esta índole y para el surgimiento de milicias armadas que pudieran fusionarse con aquél, quizás hiciera falta otro derrumbe económico como el de 2007-2008, una crisis lo suficientemente prolongada y profunda como para que ese movimiento se adueñara de la circunstancia. En ese caso, por supuesto, también es posible que un izquierdista o socialista como Bernie Sanders –o tal vez el mismo Sanders– surja y haga suyo el descontento político y económico de una manera totalmente diferente. Sin embargo, en el Estados Unidos de Trump no se puede descartar la posible emergencia de un personaje aún más terrorífico y amenazador que el propio Trump, alguien que no cargue con su personalidad payasesca, su falta de educación y demás atributos de su condición de multimillonario.
Gane o no la nominación de la candidatura presidencial republicana, sea electo o no presidente, a la vista de la coalición de base que Donald Trump ha logrado reunir, es indudable que ha mostrado de verdad qué es lo que puede pasar en este país.
* El título de esta nota alude a Eso no puede pasar aquí, la novela semisatírica del escritor estadounidense Sinclair Lewis (1885-1951). (N. del T.)
** En inglés, Second Amendment es Segunda Enmienda. (N. del T.)
Bob Dreyfuss es periodista independiente en Nueva York y Cape May, New Jersey. Se especializa en la política y la seguridad nacional. Ha escrito infinidad de notas para The Nation, Rolling Stone, American Prospect, Mother Jones, New Republic y otras publicaciones. Es autor de Devil’s Game: How the United States Helped Unleash Fundamentalist Islam.
Esta traducción puede reproducirse libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, al traductor y Rebelión como fuente de la misma.
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