La capacidad para adjetivar las
políticas de recortes antisociales y antidemocráticos no tiene límite.
Tampoco el cinismo y la hipocresía con que actúa la clase política
gobernante. Mariano Rajoy, presidente del gobierno; María Cospedal,
pluriempleada, secretaria general del Partido Popular y presidenta de la
Comunidad Autónoma de Castilla la Mancha, y Alberto Ruiz Gallardón,
ministro de Justicia, se emplean a fondo. Hablan de dolor a la hora de
aplicar las políticas de ajuste presupuestario. Para ejemplarizar cuál
es su estado de ánimo, Gallardón ha puesto de moda una frase que está en
boca de muchos ministros y de Rajoy: Gobernar consiste en repartir dolor
.
Pero en la repartición hay quienes lo infringen y administran y otros
que lo reciben y padecen. En esta crisis las decisiones no afectan por
igual a unos y otros. Torturador y torturado no son lo mismo. Pensar en
el sufrimiento y el dolor ajeno para quienes se benefician del mismo no
deja de ser un comportamiento rayano en la enfermedad patológica. Ellos
sienten el dolor ajeno, aunque no hacen nada para remediarlo. Gracias a
sus lumbreras, la vida cotidiana en España se llena de dolor. Veamos.
Los bancos de alimentos se han convertido en alternativa para miles de familias en paro. Sin ingresos estables ni prestaciones sociales, ni tarjeta sanitaria, con hijos en edad escolar, sin becas ni ayudas, acuden a ellos para recibir una cuota de alimentos para sobrevivir. Pasta, leche, huevos, azúcar, arroz, galletas y alguno que otro enlatado. También se aprovisionan de artículos de limpieza y aseo personal. No pierden la dignidad y salen adelante. Asimismo, las campañas navideñas de organizaciones no gubernamentales (ONG), caracterizadas por ubicar sus objetivos solidarios en África, Asia o América Latina, hoy demandan alimentos para bancos y comedores sociales en España. Sus peticiones dejan al descubierto la desarticulación del estado de bienestar. La brecha entre ricos y pobres se profundiza. España se torna dual. Las diferencias sociales se hacen visibles. Imágenes de la posguerra civil, en los años 40, con cartillas de racionamiento, hambre y pobreza vuelven a estar presentes. Se trata de gente pidiendo en las calles, semáforos, el Metro, durmiendo entre cartones, yendo de casa en casa solicitando algún producto para alimentar a la familia o trabajo. Ya no son vagabundos o marginales. Son trabajadores desahuciados, despedidos de su trabajos que viven en coches con su prole y no reciben prestaciones. Vuelve la España dual, excluyente, caciquil y oligárquica.
La ilusión de una sociedad moderna se difumina. La Constitución es papel mojado. Ni social ni democrática ni de derecho. Las pensiones se congelan, la educación se torna confesional. Se impone la asignatura de religión católica en los colegios públicos. La vivienda es un lujo al alcance de pocos. Pero los bancos mantienen cerradas más de medio millón de viviendas. La justicia sigue el mismo camino, los ciudadanos, por recurrir sentencias o acudir a los tribunales, deberán pagar elevadas tasas. Se elimina el concepto de justicia redistributiva y garantista. Sólo tendrán justicia quienes tengan dinero. El turno de oficio se restringe. La sanidad se entrega a empresas cuyo fin consiste en obtener ganancias. Ninguno de los beneficiarios de las privatizaciones de hospitales y centros de salud pertenecen a la esfera sanitaria. Son empresas afincadas en la construcción, coresponsables de la burbuja inmobiliaria. Ahora, en medio de la crisis, trasladan su codicia a la sanidad. La salud, si se privatiza, se convierte en un buen negocio para especuladores sin escrúpulos. Los beneficiaros son conocidos. Dragados y Contratas, Sacyr, Acciona, Hispania o FCC. Pertenecen a bancos como BBVA, BSCH y similares. Así administran dolor.
Mientras se pone a la venta el sistema sanitario, la justicia,
la educación, las compañías aéreas, las universidades, los aeropuertos e
infraestructuras, algo inédito comienza a extenderse por Europa.
Familias noruegas, danesas y suecas inician un plan de apadrinar
familias españolas en situación de exclusión. Son decenas los
beneficiarios. Les pagan el alquiler de la vivienda y les mandan dinero
para hacer frente a la educación de sus hijos.
En otras esferas el problema es similar. Los fondos para investigar
se han reducido 75 por ciento, con el consiguiente cierre de
laboratorios y líneas de investigación. Trabajos pioneros sobre sida,
cáncer, genoma humano, etcétera, se tiran a la basura. Se disuelven
equipos interdisciplinarios y los profesionales desilusionados, con
sueldos de miseria, abandonan por impotencia. En los años 80 muchos de
ellos, con carreras prometedoras en el extranjero, regresaron bajo el
compromiso de obtener contratos y una inversión amplia en I+D. Se
sienten engañados. La fuga de cerebros se generaliza en todas las
disciplinas. Física, química, ingeniería, medicina, ciencias
ambientales, nuevas tecnologías, etcétera. Muchos de ellos hacen
maletas. La juventud, sin futuro, busca fuera una opción de vida digna.
No importa en qué ni cómo. Pero la ministra de Trabajo lo interpreta
como resultado del espíritu de aventura y afán de conocimiento de una juventud llena de vida
.
Los trabajadores han sido las víctimas propicias de esta política de repartir dolor. Los empresarios acumulan, reciben beneficios, se dan la gran vida, pero exigen austeridad y moderación salarial. El despido libre se generaliza. La reforma laboral, desde su aplicación, ha visto aumentar las cifras de paro en más de medio millón de personas. Suma y sigue. La criminalización de las protestas da un salto cualitativo. La policía tiene orden de tomar datos a manifestantes y pasarlos al Ministerio de Interior. De manera aleatoria se pide la documentación y en una o dos semanas reciben una multa de entre 300 y 500 euros por disturbios o resistencia a la autoridad.
La avalancha de estudiantes, maestros, médicos, enfermeras, jueces,
fiscales, abogados, pensionistas, minusválidos, jornaleros, obreros,
funcionarios, bomberos, asociaciones de vecinos, amas de casa,
consumidores y parados crece y se extiende. Políticos mediocres,
agazapados en un discurso ramplón, recurren al argumento de la fuerza.
Reprimen. La policía, local o nacional, toma las calles de ciudades y
pueblos. Intimidan, increpan, disparan balines de goma, bombas de humo y
a los detenidos los maltratan y torturan. Los grupos especiales
antidisturbios no llevan identificación a la vista, aspecto obligatorio.
El gobierno los protege, archiva las causas en caso de acusaciones o
los indulta directamente si son condenados por la justicia. Esa es la
forma de administrar dolor
. En otras palabras: el que parte y
reparte se lleva la mejor parte. Unos nacen para mandar y otros para
obedecer. El señor sea con nosotros. Amén.
Fuente original: http://www.jornada.unam.mx/2012/12/23/opinion/022a1mun
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