¿Cómo se ha llegado a esta situación? Hay cuatro cuestiones relacionadas entre sí e interdependientes que dan muchas pistas para entender cómo un proyecto de estas dimensiones puede terminar autodestruyéndose por su propia dinámica interna. La primera tiene que ver con la ampliación al Este de Europa. Era sabido que una Europa ampliada a 27 Estados con estructuras productivas extremadamente heterogéneas y culturas muy diferenciadas haría muy difícil el gobierno, la toma de decisiones e incrementaría significativamente las disparidades económicas y sociales de la Unión. La desintegración del Pacto de Varsovia y la disolución de la URSS tuvo consecuencias geopolíticas e ideológicas de tal magnitud que propiciaron que el eje de la relación de fuerzas se fuese mucho más a la derecha y que el neoliberalismo acabara por convertirse en pensamiento único y horizonte de la reestructuración de la UE en curso.
Una segunda cuestión, muy relacionada con la anterior, fue la reunificación alemana, es decir, la anexión de la RDA por la RFA. Hoy conocemos con mucha precisión lo que ocurrió realmente y que, lejos de servir de advertencia a la integración económica de espacios productivos desiguales, más bien sirvieron para acelerar el proceso de la, así llamada, construcción europea. La razón de fondo era el miedo a la emergencia de nuevo de la “cuestión alemana”. Para decirlo con brevedad, se aceptó que las nuevas reglas de la UE estarían diseñadas, en lo fundamental, por Alemania a cambio de que ésta siguiera siendo parte fundamental del proyecto europeo. Se calcula que el proceso de anexión ha podido costar en torno a dos billones de euros y que después de más de 20 años, la antigua RDA sigue teniendo serios problemas de integración económicos, sociales y culturales.
Una tercera se refiere a lo que se ha dado en llamar el “nuevo europeísmo”. Se ha dicho antes y es bueno volverlo a repetir: la desintegración de lo que fue la Europa socialista propició un giro a la derecha de la política europea y una asunción casi absoluta de las políticas neoliberales, lo que se ha llamado en llamar el “consenso de Bruselas”. Las burguesías europeas y los poderes económicos dejaron de tener miedo al socialismo y a las políticas socialdemócratas y se aprestaron a imponer un nuevo modelo económico y social a la Europa en proceso de integración. El objetivo, como es conocido, era “despolitizar la política económica y naturalizar la economía”. Se trataba de quitarle a la soberanía popular, a la democracia, el control de la economía y de la política económica y, a medio plazo, ir desmontando sistemáticamente las estructuras de lo que se llamó en Europa el Estado de bienestar. La pieza maestra de este diseño fue la construcción de un mercado único dirigido por un Banco Central Europeo independiente y con el objetivo único de controlar la inflación.
La cuarta y fundamental ha sido el euro. Se ha dicho que la UE era un “OPNI” (objeto político no identificado), dado que ni es un Estado Nación, ni una Federación, ni una Confederación. Rizando el rizo, se ha dicho también que era un poco de todo esto y que el tiempo la haría decantarse por una nueva forma política de dominación. El desafío, como muchos historiadores advirtieron, era crear una moneda única sin un Estado detrás que la respaldara. No muchos economistas pusieron de manifiesto que la UE no era una zona monetaria óptima y señalaron los peligros de los llamados “choques asimétricos”. Ninguna de estas advertencias se tuvieron en cuenta y el proyecto siguió adelante. Las consecuencias del modelo fueron mucho más rápidas de lo que cabría esperar, eso sí, enmascaradas por una moneda fuerte (el euro) y un sustancial incremento de la liquidez, entre otros motivos, porque Alemania la necesitaba para “digerir” a la anexionada RDA.
Alemania se había preparado conscientemente para impulsar una estrategia “neomercantilista” devaluando salarios, reduciendo derechos laborales y recortando el Estado de bienestar. En la práctica, se configuró un Centro en torno a “la gran Alemania” dedicado a exportar y a acumular cuantiosas reservas y una Periferia importadora y crecientemente endeudada. El mecanismo funcionó adecuadamente hasta que llegó la crisis y todo se puso en cuestión. La catástrofe financiera, rápidamente (después de” salvar” al sistema financiero, con un coste superior al billón y medio de euros) se convirtió en crisis de las deudas soberanas. A los países periféricos se les obligó a fortísimas políticas de austeridad y a durísimas devaluaciones internas (precios, salarios, austeridad fiscal) que agravaron aún más la crisis y que terminaron por incrementar aún más las primas de riesgo. España está financiándose en torno al seis por ciento mientras Alemania lo hace prácticamente gratis. ¿Es de extrañar que se haya producida una fuga masiva de capital hacia la gran potencia teutona y Suiza?
La Unión Europea vive momentos decisivos. Las salidas son todas difíciles. La opción teóricamente más factible sería la profundización hacia una forma-Estado en cualquiera de sus acepciones posibles. Eso exigiría un incremento sustancial del presupuesto comunitario, políticas compensatorias territoriales y sociales y un Banco Central reformado, capaz de ser prestamista, en última instancia. El problema es que Alemania y los países acreedores no están de acuerdo, lo que quieren realmente es que sus bancos (en gravísimas dificultades) cobren lo que se les debe y no están dispuestos a pagar la reestructuración de las deudas soberanas de la periferia. Por otro lado, se habla de una Europa a varias velocidades y hasta con dos euros diferenciados y cada día avanza más la hipótesis de que habría que prepararse para una separación ordenada de los países del Sur hasta llegar al retorno a las antiguas monedas nacionales.
Estamos en un compás de espera y se está comprando tiempo. La decisión fundamental será más pronto que tarde.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
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