Entender la naturaleza de este recuerdo exige situarse en época. Aquello sucedió a finales del 1994: aún no se había asentado la polvareda del derrumbe de la Unión Soviética, el neoliberalismo había llegaba a su apogeo y en Venezuela la democracia de Punto Fijo se había agotado y traicionaba sus pasadas expectativas. Por eso dos años antes el visitante la había retado.
En aquel tiempo el Chávez que los latinoamericanos conocían no era el que hoy recordamos. Los medios de entonces lo identificaban como un teniente coronel de paracaidistas que inesperadamente intentó derrocar a Carlos Andrés Pérez, y al que luego el presidente Rafael Caldera indultó. Para los civilistas más obsesivos que en las izquierdas sudamericanas abundaban– era otro golpista más. Sin embargo, durante aquel episodio muchos venezolanos sintieron que bajo la superficie había algo más y, en Panamá quienes algo habíamos aprendido de Torrijos asimismo lo pudimos olfatear.
Permítanme una breve digresión. Omar preveía que Centroamérica estaba por desagarrarse en guerras civiles que ni el imperialismo y las oligarquías, ni los revolucionarios, podrían vencer. Como en Colombia, se avecinaba un interminable y sangriento empate militar. Por consiguiente, se necesitaba buscar alternativas para negociar soluciones políticas que incluyeran importantes reformas estructurales, para lograr una paz duradera con desarrollo social. Esto implicaba trabajar con los líderes civiles y militares que, a uno y otro lado de la barrera, estuvieran dispuestos a hacerlo. Esa visión suya fue correcta pero solo dio frutos después de su misteriosa muerte.
Tal intento conllevó, entre otras cosas, conocer los ejércitos de la región y sus liderazgos, y no solo a los centroamericanos. En unos sitios una experiencia transformadora era posible con participación militar, como en los años 70 se pudo ver en Perú y Bolivia, donde en las fuerzas armadas había una oficialidad que conservaba su origen popular. En Centroamérica vimos fugaces resquicios en El Salvador y Honduras. En otros países, ya fuera por causas sociales o por fanatización doctrinal, eso era impensable. En Guatemala, que en otros tiempos había dado un coronel Jacobo Árbenz y a los tenientes Turcios Lima y Yon Sosa, toda opción de paz había sido extirpada. Al contrario, Venezuela más de una vez dio señales alentadoras, como en su día lo demostraron los militares que se insurreccionaron en Carúpano y Puerto Cabello. Sin embargo, en aquellos años Hugo Chávez era apenas un muchacho idealista que quería ser pelotero.
Eso dejó un aprendizaje que, ya sin Torrijos, con los años tomaría cauces políticos y diplomáticos, como el del Grupo de Contadora. Fue así que bastantes años después, en 1989, fui parte de la pequeña delegación presidencial panameña a la segunda toma de posesión de Carlos Andrés Pérez. Entre sus integrantes iba también un oficial que había trabajado con Omar y tenía amigos venezolanos de su mismo rango –mayores y tenientes coroneles–, con los cuales alguna noche fuimos ex oficio a tomarnos un par de copas, con las sinceridades que eso al cabo propicia.
A lo largo de una charla de múltiples temas, más como hijos de la clase media mestiza que como militares, sus confidencias no dejaron dudas: era grande la decepción con el sistema político imperante, mucho el disgusto social acumulado y nadie se hacía ilusiones con la vuelta al gobierno del partido supuestamente socialdemócrata. La suerte del país no se podía arreglar con los políticos ni la política existentes, en los que ya nadie creía, y sólo un remezón que los remplazara podía restaurar esperanzas. Al día siguiente, en el vuelo de regreso le comenté al presidente Solís Palma que difícilmente su amigo Carlos Andrés concluiría el mandato. Y eso que el nuevo gobierno aún no había iniciado su sorpresivo viraje neoliberal ni provocado el Caracazo.
Así pues, cuando tres años más tarde el joven Chávez intentó el golpe aquello no me pareció un rayo en cielo azul. Si algo me sorprendió no fue la asonada sino su falta de éxito. A la vez, tampoco era una incógnita la intención sociopolítica de quienes la intentaron. Si hubo un dicho que su pueblo recordó fue aquel “por ahora” que en la intimidad de muchos dejó una lucecita encendida.
En consecuencia, ir a aquella cita en el Soloy me pareció importante, aun sin saber qué tanto le interesaría a Chávez lo que yo pudiera decir. No obstante, ignoraba que hacía algún tiempo alguien le había dado un librito de doctrina cívica que antes de la invasión norteamericana a Panamá yo había escrito para los jóvenes oficiales panameños. Según aquel texto, nuestra Guardia Nacional para ese entonces rebautizada como Fuerzas de Defensa– debía vivir en el seno del pueblo Como el pez en el agua y poner sus capacidades y recursos al servicio de la soberanía y el desarrollo nacionales, en asociación con el pueblo organizado, con todo lo que eso implicaba. Durante la plática Chávez mencionó esas líneas pero yo lo entendí como simple cortesía. Y demoré unos años en enterarme de que había algo más.
Naturalmente en esos días él tuvo varios otros interlocutores en Panamá, pero eso ya no lo vi. Poco después continuó viaje a Cuba adonde lo atendió personalmente Fidel Castro, quien sin duda tenía a mano la bola de cristal con la que se avizora el futuro o era muy perspicaz. En Panamá, que yo sepa, faltando Omar ningún funcionario de alto rango se interesó en conocer al viajero.
Pocos años más tarde, siendo ya presidente, Hugo Chávez hizo una visita oficial a México. En la embajada venezolana, parado en la fila para el saludo protocolar extendí la mano con timidez, sin saber si me reconocería. Memoria de elefante, se detuvo, hizo un breve saludo militar y dijo con fuerza ¡Como pez en el agua!
Pero la verdad es que luego del día cuando lo conocí en el hotel Soloy, me debí ocupar de mis nuevas tareas y no estuve al tanto de sus actividades en Cuba. Sin embargo, importa recordar que en ninguno de los dos países que Chávez esa vez visitó dijo tener un proyecto socialista y, ni siquiera, que tuviera intención de emprender una revolución democrática. Sus ideas de aquellos días se plasmaron en la conferencia que él pronunció en el Aula Magna de la Universidad de la Habana. Allí señaló la necesidad de recuperar la autodeterminación y soberanía de su patria, la de renovar la democracia venezolana haciéndola más popular y participativa, y exaltó el ideal bolivariano y martiano de la unidad de las naciones de América Latina como requisito para que nuestra región pudiera darse un desarrollo independiente.
En privado, tampoco en Panamá había dicho más, pues de Torrijos lo que encomió fue su tenaz empeño y habilidad para recuperar la soberanía nacional y para impulsar la justicia social, sin atribuirle más calificativos políticos. Fue largos años después, ya fallecido Chávez, que leí su conferencia del Alma Mater habanera y por poco la sorpresa me tumba la quijada al percatarme de que allá él había citado a Como pez en el agua. No obstante, en las difíciles circunstancias en que ese librito se publicó en 1989, yo evité excederme intercalándole cualquier sugerencia socialista, que lo hubiera dañando excediendo sus objetivos.
En el 94, también Chávez lo evitaba. Cuando cuatro años más tarde ganó las elecciones su promesa central fue la de convocar una Asamblea Constituyente para refundar la república democráticamente y derrotar los flagelos de la pobreza y la exclusión social. La alternativa bolivariana para esa refundación implicaba desde luego una intención progresista y, en eso, él no iba mucho más allá del Omar Torrijos de los mejores momentos del proceso revolucionario panameño.1
Vale recordar que tampoco Fidel Castro adelantó vísperas en La historia me absolverá, ni en la Sierra, ni en los dos años primeros años de la revolución. Antes el proceso debía desarrollar su natural maduración, dejar que las lógicas del subdesarrollo capitalista y el imperialismo enseñen su propia naturaleza hostil a los progresos sociales y morales. Fidel anunció el propósito socialista en la inminencia del ataque de Playa Girón, con lo cual el pueblo cubano, que ya había hecho suyos esos progresos, no solo luchó contra el invasor sino por el socialismo, aún sin saber cómo este sería.
Es solo después del golpe reaccionario del 2002 y del artero golpe petrolero, en los que las derechas y el imperialismo exhibieron sus entrañas e intenciones, que Hugo Chávez le atribuyó vocación socialista al proceso revolucionario bolivariano. Así que, de similar forma, en las siguientes elecciones –celebradas en el 2006– las mayorías populares ya no solo votaron por él, sino que eligieron la opción socialista.
Por supuesto, los períodos que antecedieron a esos procesos de definición fueron de intenso cuestionamiento y renovación de la cultura política existente, de un debate ideológico masivo del que también él aprendió. Esto es, el nuevo modelo cristaliza después de que la cultura política popular ya está en condiciones de asumirlo, a través de un desarrollo que él compartió. En el caso venezolano, ese debate le dio forma a su propia concepción del socialismo a través de la discusión pública del “Nuevo mapa estratégico” del año 2004, que decidió que el socialismo venezolano debería ser democrático, pluripartidista y apropiado a las nuevas circunstancias del siglo XXI. Y luego de que la mayoría ciudadana votó por esa opción reeligiendo a Chávez en el 2006, la Asamblea Nacional debatió y aprobó como ley el Primer Plan Socialista de la Nación 2007 2013, que desarrolló sus objetivos generales: nueva ética, suprema felicidad social, democracia protagónica revolucionaria y modelo productivo socialista.
Ahora bien, si nos ubicamos en la situación anterior a todas esas definiciones, no extraña que un analista tan sagaz como Tarik Alí en ese entonces lo caracterizara como un “socialdemócrata radical”, calificación que más tarde él mismo cambiaría por la de “socialista demócrata”. A su ver, era un dirigente que iba más allá de donde aspira ir un socialdemócrata europeo, pero sin llegar a tanto como un revolucionario socialista. En otras palabras, se trataba de un líder que el analista anglopaquistaní no tenía cómo catalogar, dado que en el léxico de los politólogos europeos la categoría que Chávez inauguraba, y la palabra con la cual designarlo, aún no existen.
Es decir, él representaba un fenómeno nuevo, inédito. Para salir del paso algún periodismo de mala muerte lo llamó “populista” y ahora se apela a calificarlo asignándole un nuevo uso a la palabra “progresista”, no porque esta sea apropiada sino porque pareciendo menos dudosa es igualmente imprecisa. Se le puede dar el significado y uso que se quiera, lo que sin embargo sirve para nombrar a la persona y al proceso pero no para explicarlos.
No obstante, lo que Tarik Alí sí destacó con acierto es que ese fenómeno inédito, que sobrepasa las adocenadas terminologías tradicionales, surgió en “un momento en que el mundo se había quedado callado, cuando el centro derecha y la centro izquierda tenían que batallar mucho para encontrar algunas diferencias” entre sí2. Esto es, irrumpió en un mundo todavía atontado por la confusión ideológica, moral y material dejada por el caos de la “caída del muro” y el apogeo neoliberal.
Y que al irrumpir demostró que ese mundo no era tan monolítico como simulaba sino que ya estaba rajado por dentro, ayudándonos a los demás a salir del impase en el que la ofensiva neoconservadora nos había enredado. Al decirlo me refiero sobre todo a los dirigentes de partidos y a los académicos del tema político, porque para los líderes de las protestas sociales alzadas contra los efectos del tsunami neoliberal, rebelarse contra el sistema ya no solo era necesario sino factible. Tampoco para ellos la llegada del chavismo al gobierno, y su capacidad para desafiar al imperialismo y a las derechas y sobrevivir, fue un rayo en cielo tranquilo. Desde los días del Caracazo ellos venían desbrozando el camino.
No se trataba apenas de la visionaria audacia de un dirigente excepcional, sino de un cambio de época y la necesidad de darle forma y proyecto a lo que empezaba a emerger. El mismo Chávez en más de un momento observó que en su país el siglo XXI se había desatado antes de que el XX concluyera. El Caracazo, como expresión de las rebeliones que vendrían a marcarle un ¡basta ya! a las irresponsabilidades neoliberales se adelantó 11 años al fin de siglo; la primera victoria electoral del chavismo, 2 años. Esto es, se anticiparon a las sublevaciones de otras ciudades sudamericanas, así como a las primeras victorias electorales de presidentes de izquierda y gobiernos “progresistas” en varios países del Continente.
Como siempre, quien sale por delante –el que va en la punta de vanguardia– lo hace porque un pueblo le ofreció el reto y la oportunidad, y es a quien le toca enfrentar los riesgos, aciertos y errores de las primeras innovaciones y pruebas, como también los primeros contragolpes de la reacción. Luego otros podrán hacerlo como Chávez y sus compañeros, o de otros modos mejores o peores según sus respectivas posibilidades nacionales, pero siempre con la ventaja de hacerlo tras las vicisitudes y consecuencias ya vividas y legadas por él. Y en los espacios que él despejó.
Ciertamente, todavía falta la palabra con la cual designar este fenómeno de nuevo tipo que está tomando cuerpo en no pocos países de nuestra América, pero no hay duda de que el fenómeno existe, crece y aprende. Los venezolanos que le dan cuerpo se ahorran el problema diciéndose chavistas y llamándolo bolivariano. Pero lo más importante no es el bautismo sino el buen parto y robustecimiento de esta criatura creativa.
Y en cuanto a la persona histórica de Hugo Chávez, en la cultura afrocubana (y supongo que en la brasileña) existe el orishá o deidad que mejor le pude dar nombre: Chávez fue y es el abrecaminos, aquel que en medio de la oscuridad de la incertidumbre prende la tea y tiene la corajuda audacia y el liderazgo moral, intelectual y personal de ponerse en marcha cuando aún nadie se atreve y nos abre camino al andar. Lo que venga después corre por nuestra cuenta.
1. Más radical era el proyecto del Plan Inca del general José Velasco Alvarado y el proceso revolucionario peruano. Pero Chávez, como en su tiempo Torrijos, prefirió optar por impulsar el proceso progresista por medios democráticos civiles, y destetarlo de los cuarteles, lo que implicaba crear un partido popular capaz de derrotar en elecciones libres a los partidos conservadores. Método que sería más fatigoso pero que se nutriría de mayores raíces y sustentación social.
2. “Hugo Chávez y yo”, republicado en La Jornada, México, D.F., 10 de marzo de 2013.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
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