Está en juego la pervivencia del capitalismo, cuya hegemonía se proyecta bajo nuevos principios. Otro imperialismo aflora y sus pasos no vaticinan nada halagüeño. Entre los amos del mundo hay consenso. El capital financiero tiene la batuta y dirige la orquesta. Impone su ritmo. Las elites políticas deben seguir el compás. Cambiar de programa muestra debilidad. Cueste lo que cueste y caiga quien caiga se impone un itinerario. El patrón de acumulación de capital no debe sufrir cambios de última hora. Es peligroso saltarse la bitácora. El futuro está en marcha y quien lo cuestione, que se atenga a las consecuencias. No caben alternativas. El proyecto dibuja un Estado neo-oligárquico de exclusión social bajo la égida de unas fuerzas de seguridad con patente de corso para reprimir cuanto sea y donde sea.
En este proceso histórico vive Europa desde los años 70 del siglo pasado. Ningún país ubicado en su geografía ha nadado contra corriente. Ni qué decir de los procesos abiertos tras la caída del Muro de Berlín y la hecatombe soviética. Polonia, Hungría, Bulgaria, Rusia y el conjunto de estados emergentes Bosnia, Croacia o Serbia se acoplan sin rechistar. De enemigos declarados del liberalismo han pasado a ser miembros de la Unión Europea y otros hasta se integran en la OTAN.
Visto en perspectiva, pareciera que estamos en presencia de un
proyecto perfectamente construido y con directrices concretas. Reformar
el Estado para facilitar la desregulación, la privatización y la
descentralización. Sin embargo, no todos estaban en las mismas
condiciones ni partían de la misma realidad. Hubo países que buscaron
recuperar su papel hegemónico y convertirse en un factótum de poder en
una Europa que se redefinía a marchas forzadas. Alemania veía cómo la
reunificación la hacía más fuerte y con ello su voz cobraba más peso en
el escenario de post guerra fría. Fortalecida y bajo el mando
de la democracia cristiana, fue ganado terreno. Su papel hegemónico
tendrá, con la llegada del euro, su puesta de largo. Entre 1991 y 2002,
fecha de entrada en circulación del euro, Alemania emprendió un ciclo de
reformas estructurales y logró situarse en la avanzada. El
desarrollo de Alemania del Este costó 2 billones de euros y ha sido
descrito como el mayor programa keynesiano de la historia. Exigió nuevos
impuestos, grandes desembolsos sociales para cubrir a millones de
nuevos parados y jubilados, enormes inversiones ambientales y en
infraestructura. La política de Kohl en la reunificación fue una
victoria política que desencadenó una crisis económica de 10 años
.
Se atacó a los sindicatos, se bajaron los salarios y de paso se
emprendió una expansión hacia los viejos países comunistas. Su aliado,
como siempre en la historia, será Rusia. El rearme económico, los
cambios en la estructura productiva y su aumento de la competitividad,
bajando salarios, y la entrada del euro, desembocan en una explosión exportadora de los productos alemanes, que ganan mercado a costa de sus competidores europeos
.
Desde 2002, la industria alemana dobló sus exportaciones, pasó de
representar 20 por ciento de su PNB a fines de los 90 a ser 46 por
ciento en 2010. En 2007 Alemania obtuvo un superávit comercial
aproximado de 200 mil millones de euros. Mientras tanto, 19 de los 27
países de la UE registraban un déficit en su comercio exterior.
Los cambios introducidos en la economía germana han creado el
mito de ser un país que cumple, que se ciñe a los acuerdos, que no
despilfarra, ajusta el déficit público y de paso crea empleo y crece.
Mito que se desvanece si consideramos que el aumento de empleo deviene
de la precarización. El sector de salarios bajos, que en 1995
representaba a 15 por ciento de los trabajadores, en 2011 emplea a 25
por ciento. El 42 por ciento de ex empleados del sector tradicional que
han perdido su empleo encuentran trabajo en el sector de salarios bajos y
la estadística oficial señala que 71 por ciento de los nuevos empleos
son precarios, parciales o temporales. Hay 8 millones de empleados a
tiempo parcial, con contrato limitado
. El milagro alemán no lo es
tanto. Sin embargo exportan su receta al resto de países de la UE.
Dictan políticas, definen tiempos y califican economías y primas de
riesgo según sus intereses. Para ellos, los países que hoy están siendo
rescatados lo son por su ineficiencia y por el despilfarro del gasto
público. Además, consiguen ser vistos como los adalides de la nueva
Europa.
La simbología nazi es pasado, al menos en cuanto a la parafernalia se
refiere, no así en cuanto ideología nacionalista que domina la mente de
los líderes y dirigentes que hoy tienen el poder en la Alemania de post
guerra fría. Sus deseos de control de Europa guían las
políticas económicas de los teutones. No resulta extraño que el ex
canciller Helmut Schmidt hable de bravuconería autoritaria
cuando
se refiere al discurso nacionalista que emana de la canciller Ángela
Merkel, el Bundestag y los poderes económicos reunidos en el Bundesbank.
Hoy emerge un nuevo pangermanismo, cuya fuerza radica en el control económico y político de las instituciones europeas. No ha sido necesario recurrir a la esvástica, la Gestapo, invadir países y mostrar la fuerza militar. Tampoco les hace falta contar con un Führer atrincherado en la superioridad étnica de la raza aria para elevar la moral del pueblo alemán. Les basta con mover los hilos de sus bancos, trasnacionales y crear comisiones ad hoc en los países en crisis, recordándoles su rol de comparsas y la obligación de arrodillarse. En esta lógica se puede entender que representantes de las dos sindicales más importantes de España, Unión General de Trabajadores y Comisiones Obreras, pidan audiencia a la canciller Merkel para exponerle sus demandas, y que una comisión de diputados alemanes se entreviste con los indignados del 15-M para escuchar sus propuestas. La pérdida de soberanía en países del viejo continente a favor de Alemania expresa en el sobrepoder que gana un pangermanismo afincado en los deseos de dominar el mundo. Primero Europa, luego veremos...
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