La oposición al presidente Chávez ha regresado al Parlamento y, especulemos, a la política constructiva. En 2005, las mismas formaciones protagonizaron una sorpresiva retirada que entregó la Asamblea al oficialismo. Cinco años después han entrado con fuerza en la cámara, ganando 65 de los 165 escaños parlamentarios –98 para el Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV) y 2 para Patria para Todos (PPT), que paga caro su alejamiento del oficialismo–. Años perdidos en apoyar todo tipo de desestabilización y también, no menos grave, de haber renunciado a una crítica desde las instituciones que hubiera ayudado al Gobierno a calibrar sus políticas.
La insistencia en la supuesta derrota del Ejecutivo tiene más que ver con las pretensiones movilizadoras durante la campaña que con el resultado: lograr los dos tercios de la cámara necesarios para la elección de cargos públicos y para la aprobación de leyes orgánicas.
¿Qué ha perdido realmente el Gobierno? El PSUV aventaja a la Mesa de la Unidad en 33 escaños; la oposición sigue sin lograr los diputados que tenía en 2000; y, no menor, tiene de unido solamente el nombre con el que concurrió a las elecciones. Añadamos que sigue careciendo de un candidato capaz de confrontar a Chávez.
Pero es miope decir que no ha ocurrido nada. Si bien las extrapolaciones no funcionan, no deja de ser cierto que la tradicional correlación seis a cuatro a favor del chavismo se ha convertido en un empate. (Aunque no es menos cierto que los seguidores de Chávez utilizan las elecciones intermedias para lanzar mensajes de disgusto al Gobierno, algo que no hacen cuando lo que está en juego es la figura del presidente). La oposición, con síndrome de abstinencia electoral, se movilizó ampliamente, a diferencia del chavismo, con cierto hastío después de 14 procesos electorales exitosos. Pero sólo el patriotismo de partido impediría entender que la victoria del oficialismo hubiera sido otra con una ley electoral que optara por la proporcionalidad del voto (algo que, desgraciadamente, bien conocemos en España).
¿Por dónde se ha deslizado el chavismo? Un año de crisis económica ha pasado necesariamente su factura (aunque Chávez mantiene mayor apoyo que, por ejemplo, Obama). Igual que 11 años de Gobierno con su correspondiente desgaste; repetidas fallas en el suministro eléctrico (debido a una pertinaz sequía); una más que preocupante inseguridad ciudadana; altas tasas de inflación que se comen los aumentos salariales; evidente corrupción en diferentes niveles del Gobierno; el inquietante ruido de guerra generado por Colombia y EEUU; la excomunión de facto del socialismo por parte de la acomodada y racista cúpula de la Iglesia católica venezolana; las lluvias torrenciales que desmoronan con inquina de ejército los cerros y las casas suspendidas… son todos aspectos que han pesado en estos comicios. Asuntos pendientes en un proceso al que se llama revolución pero que no siempre corre al ritmo de los discursos.
Hace un año, en un encuentro en el Centro Internacional Miranda, la intelectualidad afín al Gobierno se interrogaba acerca de las luces y las sombras del proceso bolivariano. Algunas alertas, todas heredadas de la historia venezolana, aparecieron: la corrupción, el burocratismo y la ineficiencia propias de un Estado clientelar levantado sobre la riqueza petrolera; el peso de los militares como única fuerza pública con capacidad de obediencia; el centralismo que pretende superar desde el centro la incapacidad de la periferia; la mentalidad rentista y la débil cultura del trabajo; el clientelismo de partido y la cooptación de los movimientos. Y como cierre de todas estas debilidades institucionales, un liderazgo muy potente que muestra sus fortalezas en los procesos electorales y en la creación de identidad, pero que también enseña su fragilidad en forma de liderazgo acomodaticio, esto es, en la subordinación de los principales actores políticos a un líder al que se encumbra y que termina por querer cargar con la tarea que no hace el resto.
La llamada revolución bolivariana ha enfrentado con éxito buena parte de los desafíos del neoliberalismo. Ha ayudado a unificar América Latina como en ningún otro momento de la historia y ha sembrado las bases para una relación diferente del continente con el Norte. En lo interno, ha conseguido alcanzar buena parte de las metas del milenio e, incluso, ha ido más allá, superando buena parte de los cuellos de botella de la IV República (erradicación del analfabetismo; caída de la mortalidad infantil; acceso a agua potable; tasa de desigualdad de las más bajas del continente; 7% de desempleo; ampliación de las jubilaciones; erradicación de los niños de la calle; uno de cada tres ciudadanos estudiando; reducción a la mitad de la pobreza). Todo junto a una ciudadanía politizada e instruida (no adoctrinada) que está aprendiendo a saber lo que quiere y cómo lo quiere. Por el contrario, es en la lucha contra los fantasmas del pasado donde las sombras se enseñorean. Un pasado que confunde, con sus armas melladas, la construcción del nuevo socialismo. Y ese reto no es de una persona, es de un pueblo.
El neoliberalismo ha vivido de ahogar las alternativas. De ahí la demonización internacional de Chávez. Sus enemigos no hacen de Venezuela un paraíso (¿existen los paraísos?), pero la justicia social desplegada estos años, junto al clima de libertad reinante, reclama el respeto de cualquier demócrata.
Con la entrada de la oposición en el Parlamento se inaugura una nueva etapa. Honduras o el golpe en Ecuador no auguran buenos tiempos. Hace 200 años, la independencia partió de esas tierras. Hoy el enemigo es otro. Y unos y otros lo saben perfectamente.
* Juan Carlos Monedero es profesor de Ciencia Política de la Universidad Complutense de Madrid
Fuente: http://blogs.publico.es/dominiopublico/2530/de-amargas-victorias/
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