Han sido enormes los esfuerzos de los Estados y las instituciones internacionales encargadas de velar por la salud de las finanzas internacionales (en especial la Reserva Federal de los EEUU, una institución que funciona sin lealtades nacionales), por salvar al actual sistema económico de sus propias deficiencias. Desde el colapso del crédito inter-bancario mundial sufrido en setiembre del 2008 por la quiebra de Lehman Brothers, el mundo ha presenciado quizá la movilización de capital centralmente planificado más grande en la historia del modo de producción vigente. No era para menos. Este sistema desigual y despilfarrador –intolerante, además, a la imposición de límites para contrarrestar estos efectos dañinos— dejaba de garantizar una dinámica propicia para la ‘inversión estable’. Sin embargo, a pesar de esta masiva movilización de fondos para contrarrestar la crisis-depresión, en el 2009 el comercio internacional tuvo su mayor caída en más de 70 años . De acuerdo a la OMC, en este mismo año el volumen mundial de producción de bienes y servicios decreció por primera vez desde la Gran Depresión. Es decir, el modelo de la financiarización de la economía, que reemplazó el anterior modelo centrado en la manufactura, fracasaba según sus propios parámetros –i.e., lograr el crecimiento compuesto (compound growth). En la actualidad, sin embargo, los que se beneficiaban en gran medida de ese sistema económico financiarizado, intentan resucitarlo a toda costa –entiéndase, para los demás .
La principal herramienta en el intento de resucitar este modelo de privilegios para unos pocos –oligarquía— ha sido la recapitalización de los mega-bancos privados, aquellos que debido a su tamaño desproporcionado, son considerados demasiados-grandes-para-dejar-
Para nadie es un secreto que con aquella medida no se hace más que utilizar riqueza pública para sanar el balance contable de las instituciones privadas más ricas del mundo. Pero, ¿existe alguna justificación para estos rescates a los ricos? Fueron las propias decisiones irresponsables de los bancos las que provocaron su insuficiencia de capital, y la posterior ‘necesidad’ de asistencia extraordinaria de parte del Estado. Estas instituciones financieras optaron por colocar sistemáticamente sus inversiones de manera temeraria e improductiva, especulando en mercados inmobiliarios artificialmente inflados, y en bolsas de valores henchidas de capital ocioso (ficticio) –con niveles de apalancamiento (leverage, porcentaje de pasivos en relación con el patrimonio) de 30 a 1 o más. Este no era un patrón de comportamiento excepcional, dicho sea de paso, sino la consecuencia lógica de la búsqueda de maximización de ganancias a corto plazo que dominaba el modelo de negocios de estas gigantescas instituciones crediticias.
Es fácil ver, entonces, que esta ‘medida de emergencia’ para paliar la crisis, no es más que el traslado anti-democrático de deudas privados, a la larga lista de obligaciones fiscales del Estado. Pero a diferencia de otras obligaciones presupuestarias del Estado como el pago de pensiones, el financiamiento para los planes de salud pública, o el pago de salarios a los maestros, inter alia, la necesidad de esta inversión pública selectiva y onerosa es difícil de defender, desde cualquier punto de vista… a menos que se crea beneficioso rescatar aquellos que concluyentemente han probado su ineficacia en negocios infructuosos. En vez de dejar quebrar, en forma regulada, al gran oligopolio crediticio privado, las fuerzas políticas dominantes optaron por salvarlo, y quebrar al Estado. Decisión no del todo sorprendente si se recuerda que solo en los EEUU, la industria financiera gasta un estimado de 1,4 millones de dólares diarios para hacer lobby en el Congreso .
Las políticas monetarias laxas y el fat spread.
Junto a aquellas inyecciones de capital de tamaños históricos, los grandes bancos también han recibido una ayuda invaluable de los Bancos Centrales. Con el fin de abaratar el precio del crédito, los Bancos Centrales de los países mayormente afectados por la crisis –aquellos cuyos sectores financieros eran desproporcionalmente grandes — han establecido una política monetaria de una laxitud sin precedentes. Con tasas de interés históricamente bajas, arguyen los ‘especialistas’ –los mismos que no vieron venir la peor crisis del capitalismo desde la década de los 30 del siglo anterior— , suceden dos cosas favorables para la economía: 1) la velocidad de giro del dinero se acelera (i.e., fluye más crédito a la economía, estimulando el consumo y por ende la producción), y 2) el costo de serviciar las deudas se hace menos pesada. El argumento, dada ciertas condiciones previas, tiene validez. Sin embargo, la verdadera razón para mantener una política de tasas de interés bajas es otra.
Con la actual política de tasas de interés menor al uno por cien para el mercado de crédito interbancario, se potencia la capacidad de los bancos para reparar sus balances contables altamente deteriorados, a través de ganancias monopólicas. Esto ocurre de la siguiente manera: Al establecer el Banco Central una tasa de interés menor al uno por cien para el mercado crediticio interbancario (por ejemplo, the Federal Funds Rate, en los EEUU), al que tienen acceso real únicamente los mega-bancos privados, se le abre la posibilidad a estos, de pedir prestado grandes sumas de capital a un interés muy bajo, y colocar ese dinero en bonos o mercados que le devengan al banco un porcentaje del cinco, seis o siete por ciento. Esta diferencia entre la tasa establecida por los Bancos Centrales a las instituciones de depósito sancionadas para acceder a esos créditos, y las tasas de interés promedio para los clientes de estas instituciones crediticias privadas, se llama fat spread. Esta diferencia o fat spread representa una ganancia absolutamente improductiva devengada por los bancos privados. Es decir, el fat spread no es más que una extracción de rentas monopólicas a los sectores productivos de la economía.
Como queda claro, las grandes instituciones financieras lucran de su condición de intermediarias entre el originador del crédito, i.e., el Banco Central –entidad de supuesto carácter público, que presta a los bancos, para que estos a su vez ofrezcan crédito a la población—, y los clientes o sectores económicos necesitados de ese crédito para financiar sus actividades productivas. Un sector financiero nacionalizado o mejor aún, regionalizado o comunitario, en cambio, podría ofrecer crédito al precio de mercado real, es decir, a aquél precio establecido por los Bancos Centrales a los bancos mismos.
La reversión de las rentas hacia el sector privado
Las rentas obtenidas por los grandes bancos privados deben ser vistas como un impuesto privado a los sectores productivos de las economías, similar al peaje cobrado por las compañías privadas que administran una autopista de uso público. En vez de ir a las arcas del Estado –justo beneficiario de estos ingresos, dada su condición de res pública—, actualmente las rentas monopólicas se dirigen a las manos de grupos privados, con el fin de garantizar un flujo de ingresos creciente al sector privado. Es decir, esta reversión de las rentas hacia el sector privado –en clara contradicción a la tradición anti-feudal de la historia moderna de las finanzas— está diseñada para crear un estímulo artificial a la tasa de ganancia, toda vez que los réditos producidos bajo estas condiciones no provienen de una mayor innovación o eficiencia en la producción de bienes y servicios, sino de un privilegio: el dueño de un título de propiedad, en este caso los banqueros, sacan provecho de este título que les garantiza exclusividad oligopólica para obtener rentas de las entidades económicas que crean valor a partir del trabajo.
Como es sabido, todos los economistas clásicos criticaban enérgicamente la obtención de rentas por los oligarcas. A su juicio, cualquier forma de extracción de rentas representaba una forma de hacer ganancias inmerecidas, i.e., sin trabajo productivo que lo respaldara. Por esta razón, debía ser, según ellos, la fuente principal de la recolección de fondos para los tesoros nacionales. En ausencia de una política que cargue a los rentistas de la mayor parte de los tributos, tal como sucede en la actualidad, donde la fuerza de trabajo es el principal contribuyente al erario público, se ven disminuidas sustancialmente las potencias productivas de las poblaciones. En vez de alimentar al Estado con recursos para ser reinvertidos en beneficio público, la reconducción de rentas hacia los Behemot del sector privado succiona riqueza colectiva para el usufructo de unos pocos. Por esta razón, ningún país que haya dejado fluir el fruto del trabajo de sus ciudadanos hacia los cofres de los oligarcas ha podido sostener proyectos económicos desarrollistas.
Una economía centralmente planificada por oligarcas lleva indubitablemente a la estrangulación de la capacidad productiva de una población. Mientras se siga protegiendo los privilegios de estos amos de las rentas, no habrá salida a la crisis-depresión. No es condición exclusiva para lograr una salida viable a la crisis un sector financiero público, pero es sin duda una condición necesaria.
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